La democracia universal ha demostrado ser un sistema de gobierno suficientemente justo y suficientemente estable. Sin embargo, siempre le han acechado peligros que, de un modo u otro, han desvirtuado su sentido. Esta época solo es diferente de otras en que aparecen nuevos modos de manipularla. La reciente campaña electoral es un buen ejemplo.
En la Atenas clásica, la democracia solo podían ejercerla los ciudadanos libres y varones. Ni los esclavos ni las mujeres libres tenían derechos. Aún así, demostró ser un sistema mucho más eficaz que su alternativa: la tiranía de Esparta y de otras ciudades-estado. Por desgracia, pronto surgió su perversión, la demagogia —del griego “dirigir al pueblo”—, considerada por Aristóteles una forma corrupta de la democracia. Su definición en la Wikipedia es: “una estrategia utilizada para conseguir el poder político que consiste en apelar a prejuicios, emociones, miedos y esperanzas del público para ganar apoyo popular”. Los demagogos fueron numerosos en Atenas. Por ejemplo, los sofistas eran expertos en retórica y escépticos en cuanto al valor del conocimiento y de la verdad. Muchos acabaron convirtiéndose en demagogos profesionales que, incluso, se ofrecían por dinero para defender cualquier causa, por peregrina que fuera, ante la asamblea de ciudadanos.
Lo que hemos visto en esta campaña encaja a la perfección en estas definiciones. ¿No es apelar a las emociones centrar los discursos en el terrorismo de ETA y en los pactos del Gobierno con EH Bildu? Pactos, por otro lado, en materias tan razonables como el salario mínimo o la actualización de las pensiones. Una de las tácticas conocidas de la demagogia es la llamada “técnica del despiste”, consistente en llevar la discusión a un terreno que ofrezca al demagogo alguna ventaja con respecto al oponente. ¿No es eso lo que ha hecho el Partido Popular?
Podrían haber hablado, por ejemplo, de su posición ante el cambio climático y la transición energética y de cómo abordarla desde las autonomías y municipios. O de cómo mejorar el acceso a la vivienda por parte de muchas personas que no pueden adquirirla ni alquilarla en el mercado libre. O de la España despoblada y de sus políticas para combatir ese problema. Y de tantas otras cuestiones que agobian a los ciudadanos y en los que tienen competencias dichas administraciones.
Pero, han elegido no hacerlo y dirigir, en cambio, su discurso a atacar con temas nacionales al gobierno actual y a su presidente, los cuales no se presentaban a estas elecciones. No solo lo han hecho, sino que han manifestado su satisfacción por haber mantenido el foco mediático en los temas que ellos entienden desgastan al gobierno. El propio presidente ha caído en esta trampa y ha respondido a ese discurso con más políticas nacionales ¿No es todo ello un fraude a los electores?
El PP hizo un experimento similar en la campaña de las autonómicas de Madrid de 2021, las cuales planteó como un dilema entre comunismo y libertad, dilema por completo ajeno a lo que se dirimía en aquellas elecciones. Por desgracia, el experimento le salió bien y tal vez por eso ahora lo ha repetido.
El PP y Vox han utilizado otra táctica demagógica bien conocida: la de elevar la anécdota a categoría
Para terminar de ensuciar la campaña, el PP y Vox han utilizado otra táctica demagógica bien conocida: la de elevar la anécdota a categoría. Ha habido una docena de deplorables intentos de compra de votos que han afectado a varios partidos, incluido el propio PP. Sin quitarles un ápice de importancia, conviene contextualizar estos datos: en todas las elecciones municipales se producen algunos casos de este tipo —en las anteriores se produjeron hasta sesenta—, sobre todo en pueblos pequeños en los que la fiabilidad de los candidatos es a veces muy baja. Lo único que puede hacer un partido en estas situaciones es condenar tajantemente los hechos y destituir a los implicados, que es lo que ha hecho el PSOE. Sin embargo, el PP ha querido hacer de ellas una categoría, llegando a afirmar que el propio presidente del gobierno era protagonista de un pucherazo. Este grado de iniquidad solo puede entenderse en el contexto del clima de deslegitimación del oponente que el PP ha venido alimentando prácticamente desde el comienzo de la legislatura. Primero con Casado y ahora con Ayuso y Feijóo.
En esta época de redes sociales y de poderosos medios de comunicación, las hipérboles y el odio se propagan más fácilmente que los discursos templados y razonados. Los propios periodistas están entrenados para resaltar las noticias desagradables o morbosas, y los rifirrafes políticos son, en ese sentido, la comidilla preferida de muchos de ellos. También los cerebros humanos —tal vez debido a nuestro pasado de cientos de miles de años de evolución como especie cazadora— son más receptivos a las alarmas que a la tranquilidad. De todo ello se aprovechan los demagogos.
Visto el resultado final de las elecciones, debemos admitir con gran frustración que esas estrategias han tenido el efecto pretendido en una parte del electorado. Contando los votos obtenidos por cada bloque, la derecha —la suma de PP, Vox y Cs— ha subido en un millón de votos y la izquierda —la suma de PSOE, UP y diversas confluencias— ha bajado en 800.000, una parte de los cuales ha ido a la abstención, que ha subido en 300.000 votantes. Podemos estimar entonces que del orden de medio millón de votantes han sido sensibles al discurso de la derecha y han cambiado a esta su voto anterior al bloque de la izquierda.
Es muy decepcionante que los discursos demagógicos tengan éxito, porque eso anima a sus protagonistas a repetirlos. Pero estos discursos fragilizan la democracia y dificultan la convivencia entre diferentes: si alguien gana unas elecciones utilizando malas artes, genera rencores en el oponente y en sus votantes y les puede animar a hacer lo propio en un futuro. Y, por ese camino, la convivencia termina volviéndose imposible. Una democracia madura como la española se merece algo distinto que este continuo desvirtuar los debates y dirigirlos hacia terrenos ideológicos y abstractos, en lugar de centrarlos en los problemas que hay que resolver.
Por su parte, la izquierda debería dedicar más esfuerzo a desmontar las falacias contenidas en los discursos demagógicos y, a la vez, a defender y explicar mejor sus decisiones controvertidas, de las cuales ha habido unas cuantas en la legislatura que termina.