Ese medio punto que le ha faltado a Erdogan para lograr la mayoría absoluta en la primera vuelta se antoja pan comido para el 28 de mayo. Sólo debe arañar los votos reticentes de los otrora convencidos de su misión histórica. O atraer a una pequeña parte del ese 5% que ha votado a Sinan Ogan, un disidente ultra del ultraconservador Movimiento Nacionalista el partido más importante (11% de los votos en las legislativas) de los que gravitan en la coalición agrupada bajo el liderazgo supremo de Erdogan. Por tanto, salvo sorpresa mayor, el actual presidente seguirá acaudillando el país.
Muchos analistas de los medios occidentales liberales se preguntaban este lunes cómo es posible que, ante una situación económica tan precaria (inflación próxima al 50%, la divisa nacional ya sin valor real, incremento del paro), la gestión desastrosa del reciente terremoto, una tensión casi insoportable con sus formales aliados occidentales y la presencia de una oposición casi unificada por primera vez en veinte años, Erdogan haya podido prevalecer.
La mayoría de las respuestas inciden en la perversión del sistema político, el patronazgo de unos medios de comunicación serviles, la manumisión de un electorado casi cautivo con nuevas subidas de sueldo a funcionarios y empleados públicos, anuncios de anticipación de la jubilación y promesas de subsidios inmediatos tras las elecciones, aparte de la sempiterna invocación a la debilidad e incluso la connivencia de la oposición con el “terrorismo” kurdo (2).
Todas esas razones son ciertas. Y poderosas. Pero se elude o no se destaca lo suficiente la conexión que Erdogan ha sabido cultivar y fortalecer con el instinto político de una mayoría de los turcos, adictos a la autoridad y al poder fuerte (3). Erdogan ha hecho creer a los turcos que han superado el complejo de las poblaciones de imperios derrotados, humillados.
UN SIGLO DE AUTORITARISMO CON MODELOS DIVERSOS
La Turquía moderna cumple ahora cien años. Fue construida por el padre de la Patria, Mustafá Kemal Atatürk, un oficial del ejército otomano barrido por las potencias occidentales durante la Primera Guerra Mundial. Atatürk comprendió que la enorme catástrofe del derrumbamiento del Imperio de la Sublime Puerta sólo podía ser restañada con un poder fuerte capaz de abrirse paso en un nuevo mundo. El conservadurismo monárquico arraigado en el Islam como fuente de legitimación debía ser sustituido por una República sin complejos que mirara al futuro sin nostalgia ni temor, pero sin renunciar a lo más sólido de la tradición.
Pese a la amputación de sus territorios en Oriente Medio y a la pérdida definitiva de su influencia directa en la Europa balcánica y suroriental, Turquía tenía potencial para seguir siendo un gran país, una orgullosa nación. Sólo tenía que elegir mejor sus amigos, perder el miedo a ese nuevo mundo que se abría a sus ojos y construir un Estado fuerte no basado en la autoridad divina de un monarca o una familia sino en la voluntad férrea de sus ciudadanos. Una República autoritaria.
El proyecto de Atatürk prendió. Turquía supo explotar su condición de enclave privilegiado entre Europa y Asia. La nueva República, ya desaparecido el Padre, superó la II Guerra Mundial esta vez en el lado vencedor, lo que multiplicó su valor estratégico en el nuevo equilibrio entre el Este y el Oeste, ofreciéndose como pilar adelantado del campo occidental frente al flanco sur del nuevo coloso soviético. La rivalidad de siglos entre los regímenes absolutistas del Sultanato y el Zarismo se replicaba en la guerra fría con dos modelos republicanos opuestos: el todavía revolucionario pero ya conservador de Stalin y el autoritario pero formalmente afecto a las instituciones democráticas occidentales de los generales turcos, garantes primordiales del legado kemalista, junto a una judicatura militante y un funcionariado disciplinado.
Esa Turquía fuerte, autoritaria y vigilante nunca fue una democracia liberal al estilo europeo. Su condición de vigía le permitía sobrepasar los límites. Los partidos políticos se soportaban como una debilidad, y cuando se traspasaban ciertos excesos liberales, los militares ejercían el poder directo, sin intermediarios. Occidente vivió muy a gusto con esa democracia autoritaria que el pueblo no contestaba, salvo una minoría ilustrada que había creído en un futuro de derechos y libertades, en la versión blanda e idealizada de la modernidad kemalista.
A finales de los setenta emergió el islamismo subyacente, depositario de valores conservadores profundos de las masas campesinas de la meseta central o del oriente más atrasado. Con la paciencia habitual de las religiones monoteístas, el Islam supo canalizar la insatisfacción ante una prosperidad alicorta que no llegaba a todos. El kemalismo era un encaje incómodo para los líderes emergentes de ese Islam combativo que rebasaba el ámbito de la piedad personal. Los militares herederos de Atatürk percibieron de inmediato el peligro y, al igual que habían eliminado cada exceso veleidoso de los partidos, no dudaron un segundo en segar de raíz una amenaza que consideraban aún más peligrosa. La persecución del islamismo fue sañuda. Erdogan fue el exponente de un islamismo de nuevo cuño que combinaba tradición y modernidad. El agotado régimen cívico-militar hizo un postrero intento de sofocarlo. Sin éxito.
ERDOGAN ROMPIÓ EL MOLDE
Tras su victoria en las municipales de Estambul, Erdogan aprovechó su momento y, con esa paciencia destilada del Corán, supo neutralizar a los generales atlantistas como baluartes primordiales de esa República autoritaria. Erdogan no destruyó el Ejército ni vació las instituciones kemalistas: simplemente las transformó, les dio una orientación ideológica y cultural diferente. No tuvo miedo ni se protegió de las masas desposeídas de Anatolia ni de las clases medias y trabajadores de las grandes ciudades; por el contrario les atrajo con una versión paternalista del Estado conseguidor, aliado de las fortunas pero hábil garante del reparto. Frente a la versión turca desfalleciente de la socialdemocracia o al neoliberalismo rapaz que se había impuesto en Occidente, Erdogan apañó un sistema corporativo que pretendía aglutinar capital y trabajo bajo la inspiración humanista de un islam protector.
Los principios prometedores se fueron disolviendo y las contradicciones del sistema se hicieron evidentes a medida que se agotaban las palancas, tanto materiales como ideológicas. La corrupción fue gangrenando el campo de oportunidades sociales. El poder autoritario se distinguía cada vez menos del dictatorial. Empezaron a brotar las disensiones internas y los enemigos otrora silentes. Ante estos síntomas de problemas -aún no de debilidad-, Erdogan recurrió al resorte del falso riesgo del enemigo interior: el irredentismo kurdo. Después de unos inicios conciliadores, fue apretando los mecanismos represivos. El intento de golpe militar de 2016, real o fabricado (a tenor de su chapucera ejecución) le brindó la oportunidad de acabar con esos brotes de contestación: la purga fue extensa, profunda y despiadada.
Para entonces, Erdogan ya había diseñado una política exterior instrumental en su proyecto autoritario. Afianzado el poder interior, llegaba el momento de desprenderse de los rescoldos de complejos de potencia derrotada y humillada, de afirmar su condición de potencia regional y, por qué no, algún día, mundial. Empezó por extender su modelo ante un mundo árabe en descomposición, primero con una versión amable (‘cero enemigos’, fue la fórmula) y luego cada vez más asertiva. No dejó escapar la oportunidad que le brindó la ‘primavera árabe’. Tras la fragmentación de Siria, en una guerra internacionalizada y brutal en la que él participó apoyando al bando islamista menos radical, franqueó los fronteras para perseguir a los congéneres de sus enemigos kurdos.
Cuando Occidente torció de nuevo el gesto, Erdogan liberó todo el arsenal de reproches. Sobre todo con Europa, que llevaba décadas negándole la entrada en el selecto club de la Unión, con un complejo de condiciones que tanto los dirigentes como el pueblo percibían como excusas para disimular el inconfesable racismo y xenofobia que las masas de inmigrantes sufrían desde hacía décadas en las barriadas menesterosas europeas. Con EE.UU, el respeto reverencial se tornó cada vez más exigente. En esa nueva partida triangular, Erdogan contó un socio hasta cierto punto inesperado: la Rusia de Putin. Un espejo de su régimen, con raíces y desarrollo diferentes, pero con capacidad similar para contestar la arrogancia occidental.
Lo impensable décadas atrás se produjo. Erdogan aprovechó la posición geoestratégica de su país en beneficio propio y le puso precio a su patrón occidental. De entre todas las alteraciones del orden liberal en los últimos treinta años, la revisión turca ha sido quizás el fenómeno más relevante. No es que Turquía se haya vuelto equidistante entre Occidente y Rusia. Pero la casuística de la cooperación dentro de la rivalidad entre Ankara y Moscú provoca una inquietud enorme en la OTAN. Como su actuación autónoma en los conflictos africanos y caucásicos.
La guerra de Ucrania ha confirmado la apuesta de Erdogan. No se ha alineado con Rusia, pero se ha abstenido de sumarse a la guerra económica contra el Kremlin. Juega un papel de mediador para resolver el atasco en el suministro de grano ucraniano a numerosos países dependientes del Sur. Y vende drones a Kiev sin que ello provoque la irritación de Putin, o sin que este lo demuestre, porque gana por otro lado.
En campaña, Erdogan hizo virtud de la necesidad, capeado el temporal de las crisis sucesivas (Covid, guerra, corrupción, incompetencia, etc) e insistió en sus mensajes de fuerza y prestigio. A saber... nunca desde Atatürk ha sido Turquía tan respetada en el exterior. O temida. O incluso odiada por esos liberales europeos despectivos o esos norteamericanos arrogantes que ahora tienen que atender nuestros intereses en Oriente Medio. Erdogan ha vendido a sus fieles, a los que han dejado de creer en el, pero también a quienes recelan de su sistema, la impresión de que nadie puede hacerlo mejor y proporcionarles más seguridad y prosperidad. El tibio apoyo del principal partido kurdo (por lo demás, inhabilitado y descabezado) a la coalición opositora ha sido un regalo presentido por el Sultán, que no dudó en utilizarlo para presentar a sus rivales como “cómplices de los terroristas” (5)
Otros factores le han ayudado a resistir este embate de malos tiempos. La personalidad un tanto desvaída de Kilicdaroglu (6) encaja mal con ese instinto autoritario de las masas turcas menos familiarizadas con los matices políticos liberales. Sus promesas de una restauración del sistema democrático han resultado poco convincentes, y menos el presentido alejamiento de Moscú, con quien Erdogan ha trabado una interdependencia económica difícil de desmontar a corto plazo (7). A eso se añade el escaso compromiso del líder opositor con los intereses de la clase trabajadora (8), una visión de un analista turco menos ajustada a la lógica occidental.
NOTAS
(1) “Turkey’s elections won’t be free and fair”. NATE SCHENKKAN y AIKUT GARIPOGLU (Freedom House). FOREIGN POLICY, 3 de mayo.
(2) “Eléctions en Turquie: pourquoi Erdogan a déjoué les pronostiques”. MARIE JÉGO (corresponsal en Ankara) Y ANGÈLE PIERRE. LE MONDE, 16 de mayo; “Recep Tayip Erdogan confounds predictions in Turkey’s elections”, THE ECONOMIST, 14 de mayo; “Erdogan’s grip on power is loosened but no broken, vote show”. BEN HUBBARD. NEW YORK TIMES, 15 de mayo;
(3) “Erdogan scores win through culture wars and soft authoritarianism”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 16 de mayo.
(4) “En Turquie, une élection cruciale pour l’Europe et l’OTAN”. NEKTARIA STAMOULI. POLÍTICO (reproducido en COURRIER INTERNATIONAL, 11 de mayo).
(5) “Turkey’s resilient autocrat”. SONER CAGAPTAY. FOREIGN AFFAIRS, 4 de mayo.
(6) “A former bureaucrat is giving Erdogan a run for his money”. THE ECONOMIST, 10 de mayo.
(7) “What if Kemal Kilicdaroglu wins Turkey’s election”. STEVEN COOK. FOREIGN POLICY, 14 de abril.
(8) “Turkey’s opposition can’t win without the working class”. HALIL KARAVELI (Central Asia and Caucas Institute). FOREIGN POLICY, 17 de abril.