< Octubre 2023 >

El partidismo como enfermedad infantil del personalismo. O al revés.

El partidismo como enfermedad infantil del personalismo. O al revés.

Vivimos momentos en los que militar en un partido político parece tan poco confesable como practicar ciertos hábitos sexuales. Especialmente para algunos, y algunas, que se dedican a la política. Desde quien quiere enterrarlos hasta quien quiere superarlos, siguen apareciendo políticos que reniegan de los partidos.

Para sustituirlos, crean diversos instrumentos grupales de los que rodearse, habida cuenta de la dificultad que tiene el hacer en soledad tantas cosas como hay que hacer para convencer a los demás de algo de lo que se les quiera convencer. Esos grupos deben tener, primero, varias personas que le ayuden, después una cierta idea alrededor de la que se agrupen esas personas; más tarde, algún tipo de organización que evite el que cada cual haga la guerra por su cuenta. Y, por último, antes de apuntarlo en algún registro oficial, buscar un nombre para diferenciar el grupo de los muchos otros que se lanzan al mercado. O sea, cosas muy parecidas a lo que hay que hacer para constituir un partido político.

 

En eso del nombre, empiezan los problemas porque se trata de no llamarle partido político debido, bien al desprestigio que se supone tienen ese tipo de instrumentos, o bien porque se haya tenido una mala experiencia personal militando en alguno de ellos. Por eso, hay que echar mano del lenguaje para llamarle cosas como agrupación de electores, coalición electoral, plataforma, círculo, marea, asociación, grupo político, formación o cosas por el estilo.

 

Evitar llamar partido político a un partido político no es algo que pueda considerarse una novedad y surge periódicamente cuando se quiere combatir la actividad política realizada a través de ese modelo. Por no remontarnos más atrás, recordemos lo que ocurrió en varios países del sur de Europa a partir de los años treinta y cuarenta del siglo pasado cuando se acuñaron diversas formas de llamar al modo en que las personas de una misma ideología se agrupaban. Y surgieron cosas como haces, falanges, juntas o movimientos. Se da el hecho, curioso pero no tanto, de que esos grupos proponían, y conseguían, prohibir la actividad de los demás partidos políticos.

 

Para resolver ese problema, en España, a la muerte de Franco intervinieron dos importantes leyes, la de la Reforma Política y, sobre todo, la del péndulo. Ambas consiguieron llevar a la Constitución Española la idea de que los partidos políticos fueran "instrumento fundamental para la participación política". Y, por ello, quien más quien menos que quería dedicarse a la política, creó un partido. Por entonces, se conocían por sus siglas y, fueron tantos, que llegó a conocerse aquel periodo como el de la sopa de letras. Alguno de ellos llegó a tener más letras en sus siglas que militantes en su fichero. Y no hablemos de votantes cuando se abrieron las urnas.

 

Aquellas aguas se calmaron, aunque, durante varias décadas, la vida política en España no se podía concebir sin la presencia inexorable de varios, pocos, partidos de ámbito nacional y algunos otros autonómicos y, aún locales.  Hubo intentos personales de salirse de esa dinámica pero, o fracasaron como el caso de Miguel Roca, o se mantuvieron temporalmente como los de Rosa Diez,  o Alberto Rivera, pero con la forma, inevitable, de un partido político a pesar del aspecto de “amigos de....” que tenía el asunto. Incluso, Podemos, la primera vez que apareció en unas papeletas electorales tenía la foto de su líder en lugar del anagrama correspondiente. Habría que añadir aquí  el caso de Manuela Carmena, una mujer que renegaba de los partidos políticos y que terminó por crear uno a partir de los restos del que la había llevado a la alcaldía.

 

Porque, así como los partidos tradicionales tenían unas características definibles o, al menos, esperables, esos nuevos banderines de enganche debían diferenciarse por alguna otra cualidad. Y, en todos los casos conocidos, la marca de la casa fue la supuesta insuficiencia de los partidos tradicionales para defender los verdaderos valores en cuestión. Por ejemplo, la defensa de la unidad patria, en el caso de la UPyD de Rosa Diez o la participación de “la gente”, o “la ciudadanía”, en el propio funcionamiento de los partidos, en los casos de Podemos o Ciudadanos, cada uno de ellos instalado en su parte correspondiente de las dos Españas. El caso de Carmena quizás fue el mas claro de todos: no admitía que nadie le dijera lo que había que hacer. Por no gustarle, no le gustaban ni los programas electorales.

 

Pero, en todos esos ejemplos, se puede apreciar la endeblez de los argumentos empleados. En el caso de UPyD, al estar, casi exclusivamente, ligado a la personalidad de Rosa Diez, el agotamiento de su escaso electorado unido al propio cansancio de su fundadora, terminaron colocando el asunto en el capítulo de la arqueología política. En cuanto a los dos ejemplos de “nueva política” mencionados más arriba, pasó lo que tenía que pasar: que lo nuevo deja de ser nuevo cuando se hace viejo. Veremos donde terminan acabando, primero sus dirigentes, luego sus militantes y, por último sus siglas. Solo si se van aprovechando restos, como en el caso de las croquetas, parece posible estirar la cosa.

 

Y los intentos, siguen. En primer lugar, porque es lógico, ya que el mundo no se para y nadie ha dicho que un partido político, ni nada, excepto algunas instituciones de origen divino, tenga que durar para siempre. En segundo lugar porque el programa fundacional de cada partido político es, por fuerza, excluyente de muchas ideas y no todo el mundo, obviamente, encuentra plena satisfacción en algún programa determinado. Y, en tercer lugar, y más importante, porque siempre habrá alguien con “capital político” personal, que se crea capaz de liderar esa población insatisfecha con los partidos que hay en escena.

 

Lo que habría que desear en todos esos casos es que haya la consistencia suficiente, no tanto en la persona que lidera, como en las ideas que defiende, para que la cosa dure lo necesario para llevar a cabo, al menos, una parte de lo que se propone.  

 

Por último, debo aclarar que no hay nada lejos de mi intención que convencer a nadie de que se afilie a un partido político. Y, menos aún, de que lo cree. Lo que si recomiendo es que los voten. Y, más todavía, que voten a quien les ofrezca, en forma creible, algo que sintonice con sus ideas o resuelva sus problemas, sea o no un partido político. Lo que no me parece coherente, sino algo que está entre la ingenuidad y la falacia,  es que alguien reniegue de los partidos políticos y termine montando uno.

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