Desde niño en su casa se impuso el silencio, de aquellas muertes imprevistas e injustas, de fusilamientos, no se podía hablar, el luto disimulado ahogaba la convivencia, las miradas se evitaban para no caer en el resentimiento y el odio.

 

Por más que su voluntad morbosa lo intentaba, la levedad de su cuerpo le impedía entrar en el juego del sufrimiento al que se estaba acostumbrando. Llegó a pensar que este estado podría ser el preámbulo a la muerte y que de alguna manera provocaba, para liberarse del dolor de vivir con los recuerdos.

 

Decidió permanecer en la quietud para no desbaratar su nuevo ánimo.

 

Poco a poco se asomó a la memoria un paisaje reconocido: el mar. Recordó su obsesión infantil por viajar al horizonte, es decir a su imposible, ahora tenía la oportunidad de jugar con la línea; la levedad le permitió ascender con ella hasta que los dos horizontes se unieron en un perfecto circulo que le preservó de males mayores, es decir del olvido.

 

Parece que han redactado o lo intentan algunos ciudadanos, algo parecido a una ley que llaman de la memoria histórica para unir horizontes. Quizás vuelva la palabra al interior de las casas y nos miremos a los ojos otra vez.