Por el contrario, los grupos de izquierda, incluidos los socios menores del gobierno, consideran que se ha traicionado, de nuevo, a los saharauis, al esquivar la cuestión del referéndum. La derecha, que no tiene en el fondo una postura diferente a la adoptada por Sánchez, le reprocha al gobierno falta de transparencia y no haber consensuado la iniciativa con las fuerzas políticas. El portavoz del PSOE se esforzó en aclarar que no ha cambiado la posición española, ya apuntada durante el mandato de Zapatero y defendida por los administraciones posteriores del PP.
La discordia interna en España contrasta con la concertación europea. Hace unas semanas, el jefe de Estado alemán remitió una carta al monarca alauí en unos términos muy similares a los empleados por Sánchez, dando así por zanjada una polémica bilateral del año pasado a cuenta del Sahara. Francia, el país más decisivo en la gestión diplomática del conflicto, ha venido manteniendo una posición que encaja con la iniciativas recientes de Berlín y Madrid.
Estados Unidos ya había marcado el camino, como casi siempre. En 2020, Trump reconoció la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental, a cambio de que el reino alauí se adhiriera a los acuerdos Abraham, que establecen una cooperación económica y militar entre los estados árabes ultraconservadores e Israel, con el objetivo, entre otros, de estrechar el cerco a Irán. Durante su primer año de mandato, Biden no ha revertido ni denunciado esta línea de actuación.
Después de la invasión rusa de Ucrania, las relaciones internacionales vuelven a plantearse en clave de alineamiento y de polarización. No según los parámetros ideológicos de la guerra fría, pero si en términos análogos de rivalidad y confrontación. Este factor ha podido ser decisivo en los cálculos de las principales potencias europeas para intentar encauzar la cuestión del Sahara de manera diferente a cómo se ha hecho hasta ahora, es decir, bajo el mandato de la ONU.
JUEGO DE PALABRAS Y DE VOLUNTADES
El texto de la resolución 690 del Consejo de Seguridad, fechada en 1991, estableció un referéndum de autodeterminación en el Sahara (en coherencia con un proceso de descolonización) y la creación de la misión diplomática a tal efecto (la MINURSO). El objetivo declarado era “alcanzar una solución justa y duradera” para la cuestión de Sahara, aceptable para todas las partes. Al considerar la propuesta marroquí de 2007 como una “base seria, creíble y realista”, la triada Paris-Berlín-Madrid se decanta por un aparente pragmatismo, en detrimento de la justicia que implica contemplar la aspiraciones de las dos partes.
Fijar la “autonomía” como “base” de negociación refuerza a Marruecos y debilita las actuales aspiraciones saharauis. Las resoluciones de la ONU plantean la cuestión entre independencia o incorporación del Sahara a la soberanía marroquí. La propuesta de Rabat reduce la consulta a esta última opción, bien mediante una gestión centralizada del territorio o con un autogobierno, cuyo alcance y contenido estaría sometido a una negociación que podría demorarse años. Eso sin contar con que habría que resolver previamente el censo de votantes, factor decisivo en el estancamiento de las tres últimas décadas. Pero determinar si la oferta de Marruecos es de verdad una opción “seria, creíble y realista exige una revisión del proceso seguido desde 1991.
UN FRACASO DIPLOMÁTICO CONTINUADO
El conflicto del Sahara Occidental ha estado parcialmente desconectado de la trama global compleja de Oriente Medio, pero en absoluto ajeno. Las sacudidas de la primera guerra de Irak llegaron al Magreb, con aire precursor. La amenaza para Occidente no era ya el comunismo o sus aliados regionales, sino un islamismo aún emergente. En la primera mitad de los noventa, la terrible guerra interna en Argelia entre el Ejército y los integristas islamistas hizo que primara el objetivo de la estabilidad. Se favoreció el acercamiento entre Marruecos, siempre prooccidental, y una Argelia que había perdido a su socio mayor soviético y parecía a la deriva.
En un principio, el Reino alauí se vio aparentemente forzado a flexibilizar su posición y aceptar teóricamente la opción del referéndum. Los independentistas saharauis, nada sospechosos de islamismo, resultaron beneficiados por este viraje. Georges Bush, deseoso de apadrinar un pax americana en la región, apoyó la solución del referéndum para el Sahara. La administración Clinton colaboró en el desarrollo de las condiciones para su realización.
Pero el entusiasmo por el nuevo orden mundial se fue evaporando. Rabat fue dilatando el proceso, el ejército argelino salió debilitado del baño de sangre y los saharauis vieron muy mermado su principal apoyo militar, para quedar a merced de la promesa diplomática y de la solidaridad internacional humanitaria para con sus refugiados.
A finales de los noventa era evidente que la consulta nunca se iba a celebrar, y así lo admitían en privado algunos dirigentes saharauis más pragmáticos. Salvo, claro está, que se hubieran aceptado las condiciones de Marruecos sobre el censo de votantes, lo que habría supuesto desnaturalizar la iniciativa. Como es bien sabido, ante la eventualidad de verse obligados a ceder, los sucesivos gobiernos marroquíes repoblaron el territorio con colonos cuya lealtad al Reino y, por lo tanto, contrarios a la independencia, estaba por completo garantizada.
Al poco tiempo de tomar el relevo de su padre, en 1999, Mohammed V se encontró con la oportunidad de salir del atolladero de la ONU. Después del 11 de septiembre de 2001, las sucesivas ”guerras contra el terror” dominaron la estrategia norteamericana en toda la región. El nuevo Rey se ofreció como baluarte local de la ofensiva de Washington contra el extremismo islamista, a pesar de que Casablanca fuera uno de sus núcleos más activos de la propagación ideológica y del reclutamiento de militantes radicales. Mohammed V emuló lo que había hecho su padre durante la era bipolar. Hassan II fue un socio fiable contra los aliados regionales de Moscú y siempre dejó abierto un cauce de diálogo con Israel, sin perder su condición de abanderado de los derechos palestinos, como presidente del Comité Al Qods de la Liga árabe.
Para zafarse de su aislamiento en África, Rabat pasó de obstaculizar el plan de la ONU a desvirtuarlo. El soberano alauí planteó en 2007 un modelo que podía sonar bien en las cancillerías occidentales: el de la participación de la población local en los asuntos de gobierno. Pero el giro marroquí carecía de solvencia política. Pese a los guiños de liberalización política de Mohammed V, la férrea autoridad del Trono en todos los ámbitos estratégicos de la gobernación del Reino no ha disminuido en estas dos décadas largas de reinado. Los tímidos cambios constitucionales tras el sobresalto de 2011 no alteraron la estructura de poder.
La entrada en el Gobierno de los islamistas moderados del Partido de la Justicia y el Desarrollo, tras sus triunfos electorales en 2012 y 2016, no significó una alternativa real por la tutela ejercida por la Corona. El Rey mantiene áreas reservadas de decisión (Interior, Defensa, Exteriores, etc.), designa a los ministros y responsables que considera oportuno y relativiza el peso de las mayorías parlamentarias. El modelo marroquí está más cerca de las monarquías absolutas del Golfo que de los reinos constitucionales europeos. Con esta trayectoria de décadas, no de años, no es difícil suponer la visión que Marruecos puede tener de “autonomía” saharaui.
UN CONTEXTO REGIONAL Y MUNDIAL DE CRISIS
Tras más de treinta años de inoperancia de la ONU, como en tantos otros conflictos, parece que Europa opta ahora por vías más directas, pero seguramente menos garantistas de los derechos de la parte más débil. El actual clima bélico ha debido pesar mucho en esta nueva orientación y viene a complicar un contexto regional de tensión y conflicto que puede resumirse así:
En Libia se vive un pandemónium político-militar pese a la actual tregua bélica. En Túnez, se impone cada día más el modelo egipcio. El alivio inicial por la contención del islamismo, siquiera moderado, se ha tornado en inquietud ante el creciente autoritarismo ejercido por el presidente Saïd. El agravamiento de las tensiones entre Rabat y Argel (principal valedor político de los saharauis) va más allá de las habituales fricciones bilaterales. Argelia no termina de asentarse tras las convulsiones del régimen y la represión mitigada del Hirak, el movimiento democrático ciudadano. Frente a este nuevo “arco de crisis”, Marruecos intenta presentarse como un enclave regional de estabilidad, aunque arrastre tensiones socio-económicas graves.
La percepción de marginación internacional empujó al Polisario, en su 15º Congreso, a finales de 2019, a amagar con un regreso a la lucha armada. No se ha producido hasta la fecha. Tan sólo ha habido escaramuzas, más bien protagonizadas por Marruecos, pero no se ha quebrado el alto el fuego. Rabat ha aprovechado la tensión para recrudecer la represión en el territorio saharaui.
EUROPA: SALIR DEL PASO
Por todo ello, la UE no está interesada en forzar la mano de Marruecos, con quien tiene vigentes convenios de cooperación en materia comercial, agrícola y pesquera, entre otros. En cuanto a los casos nacionales específicos, Rabat tiene cartas sustanciales que explotar a su favor.
Francia necesita un socio fiable de retaguardia para mantener su controvertida política de gendarme occidental en el África subsahariana. El fracaso de la operación Barkhane, en el Sahel, debilita la contención del islamismo radical en la región. El gobierno militar de Mali acude a los mercenarios Wagner, conectados con Moscú y con experiencia de combate en Libia.
Berlín alberga proyectos de energía limpia que cree poder desarrollar en Marruecos, por las condiciones naturales del país. Por el contrario, el gas argelino no es relevante para Alemania.
Pero sí para España. De ahí el malestar que ha provocado en Argel una alineación tan rotunda del gobierno español con sus socios europeos mayores. En Madrid se confía que Argelia no dejará de suministrarnos gas, porque el valor de este recurso representa el 97% de sus exportaciones y no puede prescindir de un cliente tan importante como es su vecino español.
En contraste, los ámbitos de presión marroquí son bien conocidos: inducción de crisis migratorias puntuales, reclamaciones territoriales periódicas subidas de tono en Ceuta y Melilla, trabas en la vigilancia del narcotráfico o el relajamiento de los controles policiales sobre los caladeros de islamistas considerados peligrosos. La intimidación marroquí suele presentarse en forma de represalias por asuntos relacionados con el Sahara (como la atención hospitalaria brindada al líder de Polisario el año pasado), pero también como palancas preventivas ante negociaciones bilaterales o eurocomunitarias.
Los intereses y no los valores definen la política exterior. Es lo que diferencia a la justicia del pragmatismo. O, dicho de otra forma, a los objetivos solemnes de los adjetivos con que se adornan los regateos diplomáticos más prosaicos. A estas alturas, los saharauis lo saben muy bien y hace tiempo que debían temerse lo que ha ocurrido.