Le escuché la frase a Joe Biden hace unos días en un discurso en el que se refería al odio a los negros y a los liberales que habían privado a los ricos de los estados esclavistas de la mano de obra gratuita que les había permitido acumular su riqueza; un odio que más de un siglo no ha conseguido disolver. La frase me impresionó, me llevó a la guerra civil americana, me recordó a aquellos que prefirieron la sangre y la muerte antes que perder el privilegio de utilizar a los negros como animales de trabajo. Pensé en Abraham Lincoln, desgarrado entre sus valores humanos y su responsabilidad de mantener a los estados de su América unidos y en paz. Y pensé, con un escalofrío, en nuestra guerra civil, aquella guerra que destrozó la infancia y la juventud de nuestros mayores; sangre y muerte también para defender los privilegios de la clase que dominaba al pueblo, miserable y analfabeto, para nutrir sus carteras con la miseria y la ignorancia de los más débiles. La dictadura que siguió ocultó al odio en el silencio, pero el odio no desapareció.
En España tenemos una oposición por la derecha que parece haber renunciado totalmente a la política. Su argumentario se nutre del odio de los poderosos a un gobierno socialista que amenaza su poder; se nutre del odio de los miserables pobres de espíritu que, por no cargar con la culpa de sus propias desgracias, culpan de su miseria a todo lo humano y lo divino. Las tres derechas se nutren del odio y lo devuelven en sus discursos alimentando a oyentes y seguidores con su odio. El odio con el que creyó haber acabado la transición ha vuelto a salir de su escondite para volver a agitar las glándulas y asegurarse así la fidelidad de sus víctimas.
¿Qué le ha pasado a la derecha civilizada que, al acabar la dictadura, pareció aceptar y adaptarse a la democracia ofreciendo una alternativa al socialismo basada en la ideología liberal? Pasó que la libertad permitió la salida a la arena pública de los herederos del odio que estalló en la guerra civil y que siguió alimentando a las almas durante la dictadura utilizando al miedo para ocultarse; para que, a pesar de estar oculto, nadie se librara de él, nadie se desviara por el camino de la empatía, la justicia, la concordia, la humanidad.
Tan escondido estaba ese odio, que llegamos a creer que había desaparecido con el dictador, hasta que le sacó de su escondite una crisis económica que dejó a la mayoría de los ciudadanos en harapos y los harapos expuestos al desprecio público. Y pasó que después de algunos años de vivir convencidos de que España había superado la oscuridad del franquismo y se incorporaba a la luminosa Europa de la libertad y el progreso, de pronto las calles y las plazas volvieron a llenarse de brazos en alto y banderas con el águila franquista. La llamada ultraderecha de este país había captado el signo de los tiempos. La miseria y el miedo habían hecho retroceder a fracasados, envidiosos, pusilánimes; habían hecho retroceder al tipo de escoria personal y social que solo en el odio encuentra alivio y consuelo; les habían hecho retroceder a los tiempos en que los más listos se ofrecían como protectores omnipotentes que a todos iban a sacar de penas. La ultraderecha recuperó los mensajes de odio que habían encumbrado a los tiranos de otros tiempos y empezó a cosechar votos, escaños, dinero. Las otras dos derechas, desconcertadas, decidieron seguir su ejemplo para no quedarse atrás.
Está pasando en España, en Europa, en América. La Guerra, el Hambre y la muerte que esparce la Peste cabalgan hoy sobre el mundo entero. Dirige a los tres horripilantes caballos un jinete sobre un caballo blanco que lleva una corona en la cabeza y un arco en la mano. Decían los estudiosos que en otros tiempos se dedicaron a interpretar a los Jinetes del Apocalipsis del libro de Juan que el rey sobre el caballo blanco representa la evangelización, o sea, la conversión forzosa al cristianismo que la Iglesia llevó por todo el mundo. En nuestros tiempos, ese rey representa el dogmatismo, la lucha contra la libertad, la imposición de ideas y costumbres. De su arco salen las flechas que van a pescar a los que se someten y a aniquilar a los diferentes que no quieren o no pueden someterse. En pleno siglo XXI, la cabalgata de los cuatro jinetes sigue pescando y aniquilando porque, a pesar del escenario de tecnología cada vez más avanzada, millones de almas siguen estancadas en las tinieblas de la edad de la ignorancia.
La ignorancia llama al miedo y el miedo excita al odio contra todo aquello que se percibe como amenaza. Siendo el odio un sentimiento esencial para animar las guerras, uno de los objetivos de la propaganda es animar al odio. A animar al odio se dedican los líderes de las tres derechas en cuanto suben a la tribuna del Congreso acusando al presidente del gobierno y a su gobierno en pleno de todos los desafueros que a sus propagandistas les pasan por la cabeza. Los insultos y acusaciones de la ultraderecha ya no impresionan. Los han repetido demasiado. Lo que llama la atención es que el líder del otro partido de derechas, el que se proclamaba y se tenía por moderado, se haya puesto a competir con su socio ultra a ver quien insulta y acusa más y peor. Cuando Pablo Casado está soltando uno de sus discursos trufados de mentiras y disparates, el aficionado a las anécdotas de la historia puede imaginar a su lado el alma negra del célebre jefe de Prensa y Propaganda de Franco, general Millán-Astray, y recordar sus discursos radiofónicos culpando de la guerra a los judíos comunistas. El tono de las palabras y de la voz de Casado va subiendo. El creyente en las ánimas espera con aprensión que en cualquier momento salga de ultratumba un grito aterrador: "¡Viva la muerte!".
Los despropósitos de las derechas han llegado a tal extremo que causan la irrisión en las redes y hasta en ciertos medios. En el último pleno del Congreso, el presidente Sánchez, siempre tan serio y comedido, no podía contener sonrisas de burla al responder a las barbaridades de Casado. Pero fue la portavoz del Partido Socialista la que dio rienda suelta a su lengua calificando la previa actuación de Casado de pataleta. También los analistas americanos están perdiendo la contención al informar sobre los locos discursos diarios que aún sigue soltando Donald Trump. Ya son varios los que en sus programas de televisión se refieren a los mítines que Trump sigue haciendo llamándoles clown shows, shows de payaso. Cabría pensar que esa exposición constante al ridículo acabaría por restar votos a esos personajes de opereta, pero cuidado.
Nadie creía que Donald Trump llegase a ganar las elecciones de 2016. Las ganó, las ganó el odio de los heridos por la crisis. Trump les suministró en abundancia culpables de sus infortunios a quienes odiar: los comunistas del Partido Demócrata y a la cabeza de todos, Barak Obama. Nadie creyó que Díaz Ayuso, especializada en posados y en cotidianas meteduras de pata, pudiera ganar las elecciones a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Las ganó, y casi por mayoría absoluta, a pesar de haberse convertido en el hazmerreír de las redes sociales. Díaz Ayuso ofreció a todo Madrid la cabeza de Pedro Sánchez, el malo tan malo que había traído el virus en avión y cerraba los negocios y obligaba a la gente a encerrarse en su casa. ¿Qué es mejor, el virus o el fracaso total y la miseria al tener que cerrar un negocio? Que se muera un 1% para que los demás puedan vivir a gusto. ¡Viva la muerte!
Dicen los analistas profundos de todas partes que a estos aparentemente tan locos hay que tomarlos en serio porque saben excitar las glándulas que segregan odio y la función fundamental del odio es destruir en las almas todo vestigio de humanidad. Quien no tiene humanidad, acaba votando, naturalmente, por quien no ofrece la política humana y responsable de la democracia.