Habrán notado mis lectores asiduos que hace varios artículos que no me ocupo de las andanzas específicas de los politiqueros. Eso se lo dejo a los periodistas y a los comentaristas de politiquerías. Mi mayor preocupación, casi obsesión diría, son los votantes; esos seres anónimos capaces de votar a un partido corrupto hasta la médula o de meter en las instituciones a otro partido que rezuma odio al más puro estilo fascista. Obligada por una mínima elegancia, procuro ahorrarme los adjetivos que acuden a mi mente para calificar a esos irresponsables cada vez que una encuesta altera la paz de mi alma. Esta semana, sin embargo, una abogada de altísimo copete de la gran nación americana, una de las abogadas del equipo de Donald Trump, me ha dado un golpe en la mente con tal fuerza, que la más difusa idea de un votante me deja muda por un súbito ataque de pánico seguido de una aguda depresión. Esto sí que es el colmo, me repito alucinada, mientras la montaña en la que habito ya no me parece lo suficientemente lejana y solitaria como para sentirme en ella a salvo de la humanidad; específicamente de esa humanidad que las democracias convierten en votantes, es decir, en esa gente que tiene en sus manos elegir a quienes nos van a gobernar.
Durante esta semana, todos los medios de comunicación del mundo entero y las redes sociales se han hecho eco de las palabras de Sidney Powell, una abogada que por defender a Trump, llegó a culpar en una rueda de prensa a Hugo Chavez de haber provocado el fraude electoral que dio la presidencia a Joe Biden. Que Chavez hubiera fallecido en 2013 no tenía para ella ninguna importancia. La sarta de mentiras que fue predicando por mítines y juzgados de todo el país da para un libro, pero entre todas ellas destaca una que le ha valido una demanda por difamación que puede costarle la ruina. Powell acusó a la gran empresa Dominion, proveedora de las máquinas de votación y tabulación de votos de Estados Unidos y Canadá, de haber manipulado esas máquinas, en coordinación con Chavez, para no contar los votos a favor del Partido Republicano. Dominion ha demandado a la difamadora y le pide mil trescientos millones de dólares por los daños sufridos a su reputación.
Hasta aquí todo más o menos normal tomando en cuenta que la mentira se ha apoderado de los discursos de los politiqueros superando en importancia toda consideración retórica. ¿Qué hace entonces insuperablemente original el discurso de Powell en su propia defensa ante el tribunal que la juzga? Powell se defiende diciendo que "Ninguna persona razonable creería que sus afirmaciones eran verdaderas (sic)". O sea, que no se la puede juzgar por mentir, porque sus mentiras eran tan gordas que la culpa tendría que recaer sobre el que se las creyera. O sea, ¿qué culpa tiene el que miente de que alguien sea tan irracional como para creerle? Si este argumento sienta precedente, mentir dejará de ser delito, aún mintiendo en un tribunal bajo juramento, y se convertirá en delito la credulidad.
También esta semana desfilaron por un juzgado nuestro los antiguos presidentes del Partido Popular, ya condenado en firme en otra sentencia por lucrarse con una trama de corrupción. Todos afirmaron no saber nada de la contabilidad del partido ni de lo que su contable registraba en sus listas ni de dónde salía ni adónde iba el dinero registrado. Vale. Puesto que ninguna persona razonable puede considerar como afirmación verdadera que el presidente de un partido no tenga ni pajolera idea de sus finanzas, todo el que se la crea, incluyendo a los jueces, es culpable de irracionalidad y por lo tanto incapaz de juzgar y, por lo tanto y sobre todo, debería considerarse incapaz de votar.
Algunos se quejan de que, en Cataluña, los partidos independentistas mienten al prometer otro referéndum de autodeterminación o la proclamación unilateral de independencia. Pero los tres partidos independentistas sumaron votos suficientes para gobernar. Avergüenza y deprime pensar que en Cataluña pueda haber tanto irracional. Aunque a alguien puedan servir de consuelo los setenta y cuatro millones de americanos que creyeron a Trump sus mentiras y votaron por él, persisten la vergüenza y la pena al recordar el refrán, "Mal de muchos, consuelo de tontos". ¿Tantos años machacando con el referéndum y la independencia han acabado por atontar a la mitad de los catalanes, antaño orgullo y ejemplo del resto de España y del mundo por su racionalidad, por su nivel intelectual, por su facultad creativa? ¿Diez años de gobiernos ineptos concentrados en tapar los efectos de su ineptitud con banderas y cantos de inde-penden-ciá no han bastado para despertar del trance hipnótico a los crédulos que prefieren vivir de una fantasía antes que dejarse de puñetas y ponerse a trabajar, como decía mi abuelo pallarés?
Algo raro está pasando, algo que al creyente ortodoxo y al supersticioso le hace sospechar la intervención de potencias infernales. Vuela por el mundo un virus con la manifiesta intención de acabar con la vida de todo el que encuentra a su paso. Identificado está y a por él van las vacunas. Pero mientras el virus físico enferma y mata a plena luz perceptible, un ente metafísico está poniendo el mundo patas arriba para que ningún ser auténticamente humano pueda vivir a gusto en él. De pronto la ética y la moral con que hemos ido evolucionando hasta hace muy poco ya no sirven en este mundo híbrido en el que cada vez cuesta más distinguir la realidad que sale por una pantalla, de la realidad efectiva; la realidad que, real y efectivamente, afecta nuestra existencia. Ahora resulta que el que miente es inocente de toda culpa y es pecador el que le cree. Por lo que una sencilla deducción nos lleva a sentenciar que los millones de votantes que en las Américas, en Europa, en Oriente han votado por politiqueros que amparan sus desmanes en la mentira, merecen los castigos que esos politiqueros les imponen por el pecado de haberles creído. Todo muy claro y muy justo. Pero entonces, ¿por qué tienen que sufrir el mismo castigo las personas inteligentes, responsables y solidarias que no se dejan engañar?
Temblando están los madrileños que no se han dejado engañar, mientras su presidenta, su gobierno y los mandamases de su partido pueden tumbarse al sol y emborracharse a la luna esperando con alegre calma el 4 de mayo. Dicen las encuestas que una considerable mayoría de madrileños pasa de las mentiras, de los disparates, de las extravagancias, de la ineptitud de sus gobernantes y de todos los muertos que su ineptitud ha causado. Dicen que Díaz Ayuso y Casado y los suyos ya pueden decir y hacer y posar cuanto quieran. Cuando se ponen en ridículo, hacen sonreír; cuando sueltan disparates de mal alumno de primaria, causan risa; cuando dicen barbaridades de barra de bar contra el presidente del gobierno y sus ministros, revuelcan la adrenalina cervecera; en cualquier caso y circunstancia, divierten al personal. ¿Cómo no se les va a votar? Que sigan los catalanes discutiendo con sus caras agrias si independencia sí o no y para cuándo. Madrid, la capital de la España más española, gracias a Isabel Díaz Ayuso, la chulapa mayor, se ha convertido en el centro de la libertad de toda Europa; libertad para divertirse y enfermar y morirse como a cada cual le dé la gana. Para ocuparse de vacunas, hospitales, cementerios y cosas de esas ya está el gobierno central. Cierto que dice la ley que la sanidad es cosa de las comunidades autónomas. Pero que no vayan a Madrid los aguafiestas con sus verdades. La verdad ha dejado de amargarle la vida a la gente porque la mayoría de la gente ha aprendido a acabar con ella negando su existencia. A ver, ¿no es preferible animar a los deprimidos ciudadanos contándoles que la economía se recupera y que los extranjeros vienen buscando cultura y que las terrazas llenas de gente alegre demuestran que todo va bien? ¿Que es mentira? ¿Y qué? ¿No es preferible engañarse a morirse de asco?
Las terrazas llenas de gente alegre me han recordado un pasaje del Decamerón de Bocaccio. "¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates y Esculapio hubiesen juzgado sanisimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde, cenaron con sus antepasados en el otro mundo!" A Bocaccio le inspiró el Decamerón la peste bubónica que asoló a Europa en el siglo XIV. A muchos, parece, la pandemia que hoy nos asola no inspira otra cosa que el desprecio a la vida; a la propia y a la ajena. La mayoría se quiere vacunar, sí, y serán vacunados, y un día volveremos a la calle, a las terrazas, a los restaurantes y puede que hasta a la cultura para regocijo de quienes recuerden la mentira del alcalde de Madrid, que su gracia tenía. ¿Habrá cambiado el mundo cuando ese día llegue o se habrán encargado los votantes de que todo siga como estaba durante y antes de la pandemia gracias a su pasión por las mentiras y su rechazo a los cenizos que aún se aferran al valor de la verdad? Quien sabe. Lo que importa a quien todavía dispone de un mínimo de sensatez es cuidarse, aprovechar el tiempo libre para pensar su vida como la quiere vivir y, cuando llegue el momento de volver a la normalidad, mandar al carajo a los politiqueros que quieren estafarle.