Hace días que me da vueltas en la cabeza el ignominioso espectáculo que nos han ofrecido las derechas en Murcia y el show de la pintoresca presidenta de Madrid. Lo de Murcia repugna e indigna y lo único que uno puede agradecer a los politiqueros que montaron el evento es que, una vez concluida la representación, vuelvan a confinarse en su Asamblea y dejen al resto del país en paz. A la de Madrid le agradecía yo con alguna frecuencia las risas y sonrisas que me provocaban sus desatinos y sus extravagancias. Pero lo de convocar elecciones no me conmovió de ninguna manera porque uno ya la considera capaz de cualquier cosa. Sin embargo, al ver que dos encuestas le daban más votos de los que tiene y la posibilidad de llegar a la mayoría absoluta con Vox, el ánimo se me fue a los pies y me sentí como si estuviera barriendo el suelo con la nariz.
Si las encuestas no se equivocan, hay que concluir que más de la mitad de los madrileños son sadomasoquistas, como dije en mi artículo anterior. ¿Puede haber algo más deprimente? Con toda seguridad, miles de personas responderían a la pregunta con un rotundo sí y empezarían a contar sus propias tragedias individuales. Quien no ha perdido un negocio, ha perdido un trabajo. Quien no ha perdido la salud, conoce a alguien que la ha perdido, conoce a alguien que ha perdido la vida, conoce a alguien cuya salud le importa tanto como la suya propia y malvive con miedo a que la pierda. Ante tanta tragedia personal, la política parece algo ajeno y lejano sin facultad para deprimir a nadie, pero deja de parecerlo en cuanto uno se pone a considerar las cosas como son en el simplicísimo sentido aristotélico; buscando las verdaderas causas.
Los políticos elegidos por los ciudadanos tienen en sus manos impedir que un negocio quiebre, que un trabajador sea despedido sin esperanza de recuperar su trabajo, que un trabajador sin trabajo cuente con el dinero necesario para seguir viviendo una vida digna hasta que pueda emplearse otra vez. Los políticos elegidos por los ciudadanos tienen la obligación de procurar, con todos los recursos a su alcance, que la sanidad pública esté a punto para responder con eficacia a cualquier crisis y que la educación funcione bien para que una nueva generación pueda gestionar bien su vida. Cuando los políticos elegidos por los ciudadanos eluden la responsabilidad de procurar el mínimo bienestar de los ciudadanos protegiendo los negocios, los empleos, la salud, la educación, para dedicarse al politiqueo, a convertir la política en un espectáculo sórdido que ni siquiera alcance en interés a los asuntos de la prensa del corazón, esos politiqueros son la causa segunda de todas las depresiones. La causa primera, indiscutiblemente, son los ciudadanos que les votan.
A la politiquería se la llama hoy populismo, pero el populismo de hoy no merece el análisis de lo que se llamó populismo en la Rusia de los zares para denominar el movimiento que intentaba salvar al pueblo de sus opresores. Hoy se llama populismo a una estrategia política que, dejando de lado la ideología, lo único que pretende es atraer al pueblo más llano, más ignorante, más necesitado, más vulnerable, pinchando sus glándulas para excitar sus emociones, evitando estimular su facultad racional. El populismo, la politiquería, no admite ni el más mínimo análisis racional en frío porque no tiene más fundamento que el beneficio personal del politiquero; que la promoción del partido del politiquero que garantice su propia promoción. Ni sanidad ni educación ni empleos están entre las prioridades de un populista. Por eso, en medio de una pandemia que ha costado hasta el día de hoy millones de vidas humanas, puede decirse, sin ninguna exageración, que el populismo es asesino.
Trump, Bolsonaro, Magufuli, entre otros dirigentes populistas, negaron la gravedad de la Covid19 para evitarse el esfuerzo de hacer frente a la crisis sanitaria, económica y social que el virus estaba causando en sus respectivos países, y su negacionismo les ha valido el récord mundial en número de contagiados, enfermos y muertos. Trump y Bolsonaro tuvieron que sufrir los efectos del virus en sus propios cuerpos y contaron con tratamientos carísimos fuera del alcance del ciudadano común; salieron adelante. Magufuli, dictador de Tanzania, ha tenido que pagar su negacionismo con su propia vida porque no hubo tratamiento que venciera una previa dolencia cardíaca. Me pregunto si los ciudadanos de su país, víctimas de la pobreza y la muerte, desearán a su alma que descanse en paz; a lo mejor sí.
La reacción de las emociones del pueblo a la excitación de los discursos populistas está demostrando que los ciudadanos que forman eso que se llama pueblo están sufriendo los efectos posthipnóticos de esos discursos con secuelas duraderas, como las secuelas que sufren los que han superado el virus.
Las salvajadas de Donald Trump, el populista más descarado de la historia hasta el día de hoy, contra inmigrantes, minorías raciales, desempleados, enfermos pobres, mujeres indefensas, durante los cuatro años de su mandato, no impidieron que volvieran a votarle 70 millones de personas. ¿Cómo les hipnotizaba en sus mítines? Haciéndoles temblar de emoción con su célebre Make America Great Again, (Haz América grande otra vez) que Trump registró como marca de su campaña de 2016. Lo que parece un simple eslogan electoral, ha tenido desde entonces efectos psicotrópicos. El mindundi americano se siente elevado al trono de los importantes cuando alguien le dice que es un patriota que va a salvar a su país de todos los males infligidos por extranjeros y por nacionales indeseables. En el ataque al Capitolio del 6 de enero, muchos de los que sacaron de sus almas a las bestias que llevaban dentro lucían gorras adornadas con el acrónimo MAGA que hoy se ha convertido en todo un movimiento social. Los discursos de Trump son para sus adoradores una especie de heroína intravenosa por sus efectos eufóricos y su alto grado de dependencia. ¿Está pasando lo mismo en España?
No hay antecedentes penales ni de marrullería que impidan a millones seguir dando su voto al PP. No hay mentiras desmentidas por lo hechos ni voluntad manifiesta de dividir, alterar, crispar, que impida a millones seguir dando su voto a Pablo Casado. No hay salvajada trumpista, brutalidad calcada de los principios de Trump, que impida a millones dar su voto a Santiago Abascal y su Vox; millones que, según las encuestas, crecen. No hay modo de hacer entender a todos los ciudadanos que el voto es sagrado porque con el voto se juegan la vida.
Ayer vi al Senador demócrata Raphael Warnock pronunciar su primer discurso de la legislatura en el Senado de los Estados Unidos. De ese discurso se me quedaron grabadas en el alma unas palabras de las que no se olvidan nunca. Dijo: "Creo que el voto es una especie de oración por el mundo que deseamos para nosotros mismos y para nuestros hijos".
Imagino el 4 de mayo votando en Madrid por Isabel Díaz Ayuso a todos esos jóvenes que desean que el mundo, para ellos y sus hijos, sea como una discoteca o como el ambiente de un botellón y que premian a su presidenta por ser defensora de la libertad de emborracharse y contagiarse y morirse si hace falta, porque todo eso es libertad. Imagino a los dueños de locales nocturnos votando por la libertad que preconiza Ayuso, la libertad de hacer dinero cueste lo que cueste y a quien cueste. Imagino a los machos muy machos y a los machos no tan machos que sufren malos tratos votar por ella para agradecerle su defensa de los machos maltratados, porque defender de malos tratos a los machos es libertad. Libertad para Díaz Ayuso es confinar los barrios más pobres porque la pobreza es sucia y antihigiénica y dejar libres a los barrios ricos porque los ricos saben lo que hay que hacer para vivir bien y pueden darse el lujo de hacerlo. Imagino a los ricos el 4 de mayo votando por Isabel Díaz Ayuso o por Rocío Monasterio, si la confirman; las dos son lo mismo. Imagino a la una o a la otra o a las dos metiendo sus maquilladas narices en los colegios para ordenar qué se puede enseñar a los niños y qué no para que crezcan adoctrinados con la sana doctrina del nacionalcatolicismo. Las imagino dejando que, en los hospitales, los sanitarios se rompan de cansancio trabajando en condiciones infrahumanas y que los enfermos sobrevivan con lo mínimo; total, no pagan. Imagino a la Comunidad de Madrid en manos del populismo asesino.
Al Dios en el que creo imagino preguntando a los que votan por el PP, por Ciudadanos, por Vox, "¿Es esta la comunidad que deseáis para vosotros mismos, para vuestros hijos?" E Imagino a Isabel Díaz Ayuso contestándole con desparpajo: "Esto es libertad". Yo le replicaría, la libertad, en política, es la democracia. A lo que Raphael Warnock añadiría otras palabras que pronunció en el Senado: "La democracia es la promulgación política de una idea espiritual". Lo es. La democracia es la concepción de espíritus libres que comprendieron que el bienestar de los ciudadanos dependía de su libertad para elegir a sus gobernantes. Cierto que no hay democracia perfecta ni plena. Pero igual de cierto es que sin democracia, los ciudadanos no tienen libertad. Los populistas, es decir, los politiqueros, no saben lo que es un espíritu libre, una idea espiritual. Para ellos solo existe la materia; la materia sólida, palpable, contante y sonante de cargo bien pagado. Por eso, los populistas asesinan a los espíritus sin ningún remordimiento. Asesinan la libertad y la democracia porque son ideas que no contribuyen a su bienestar y, como enseña el gran profeta Donald Trump, al populista que se precie, el bienestar de los demás le importa un bledo. La gran pregunta hoy es: ¿a qué clase de votantes les importa un bledo su propio bienestar y el de sus hijos?