Por algún motivo que sólo debe saber el primero al que se le ocurrió, cuckoo"s nest, nido del cuco, es uno de los varios términos que se utilizan en inglés para referirse a los manicomios. El término y su traducción al castellano son peyorativos. Los que llamábamos manicomios hasta hace relativamente pocos años se cerraron, tal vez porque la psiquiatría se ha vuelto más científica y más humana o, lo que parece más probable, porque ya hay tanto loco suelto que tendría que haber más psiquiátricos que hospitales y, aún así, no cabrían. La mente enferma con muchísima más facilidad y frecuencia que el cuerpo, pero como los síntomas de la enfermedad mental no aparecen en los termómetros ni en las muestras de orina ni de sangre ni de heces, la enfermedad solo se detecta cuando el paciente muestra una conducta escandalosamente antisocial. ¿Y qué puede considerarse escandalosamente antisocial? Naturalmente, depende de la cultura, de las costumbres, de lo que cada enjambre social considere apropiado o no.
La buena o mala salud mental de un individuo la diagnostica la comunidad en la que vive comparándola con la conducta de la mayoría; es decir, que se considera cuerdo al que vive según la conducta convencional. De lo que se deduce que el diagnóstico de un trastorno mental es, necesariamente, relativo. La política nos ofrece ejemplos que avalan sin duda esa deducción. Por poner uno reciente y espectacular: lo convencional para un republicano de la América profunda es adorar a Trump como el máximo defensor de los valores éticos, económicos y patrióticos de la gran América, patria de Dios, y quien no comparta esa certeza es un demente, en algunos casos por posesión satánica; para un demócrata del noreste, Trump y sus seguidores están locos de atar. ¿A quién podríamos considerar perturbado cuando los miembros de ambos grupos obedecen las creencias y normas que caracterizan a su grupo?
En España, quienes se presentan como candidatos en cualquiera de las elecciones a cargos públicos tienen, por ahora, una cierta apariencia de normalidad que no asusta. No tenemos un Trump. Lo que empieza a asustar a medida que algunos partidos parecen radicalizarse cada vez más son los votantes. Aquí surge en mentes y redes sociales una pregunta que preocupa. Entre los seguidores y votantes de nuestros políticos, ¿a quiénes meteríamos en un nido del cuco?
One Flew Over the Cuckoo"s Nest, Alguien voló sobre el nido del cuco, es una novela de Ken Kesey que Milos Forman convirtió en una de las películas más literalmente importantes del cine de todo tiempo y lugar. Novela y película proclaman y defienden la libertad esencial del ser humano y denuncian el brutal ataque a esa libertad que perpetran los individuos convencionales, incapaces de entender y tolerar el individualismo porque constantemente les recuerda la cobardía que no les permite decidir el rumbo de su propia existencia. La novela nos cuenta, a grandes rasgos, que un individuo condenado a trabajos forzados se finge loco para poder cumplir su pena con mayor comodidad en un psiquiátrico. Desde el primer momento de su llegada al manicomio, ese individuo se dedica a liderar a los internos para librarles de la represión a la que les someten los personajes convencionales, aparentemente cuerdos, que gobiernan la institución. El liderazgo del falso loco es tan efectivo que provoca en los diagnosticados como enfermos una revolución de auténtica locura: el descubrimiento de su individualidad y su voluntad de ejercer el derecho a defenderla.
Soy de la generación del falso loco que un día creyó que se había alcanzado la libertad de ir construyendo la propia existencia con unas cuantas certezas y creencias fundamentales para ir abriéndose camino siempre hacia adelante sin obstáculos impuestos por normas ajenas. A lo largo de ese camino, ya muy largo, he visto caer en la cuneta o dar marcha atrás a millones de individuos frustrados; unos por la cobardía, otros por el cansancio, otros por la ambición. Dice el catecismo que los enemigos del alma son el mundo, el demonio y la carne. Pero el mundo, que sabe más porque se basa en la experiencia, dice que el mayor enemigo del alma y del cuerpo es el dinero. Si no se tiene, no se puede vivir una vida humana. Si se tiene muy poco, la existencia se vive en un ay de mí. Pocos se conforman con lo suficiente. Los muy pocos que tienen mucho más de lo que necesitan suelen vivir agobiados por seguir amasando para no bajar de nivel. En fin, que en el fondo de la caída en el convencionalismo más abyecto el culpable es el terror a perder el dinero mucho o poco que se tenga. Es ese terror el que acaba metiendo a casi todos en el nido del cuco; casi todos sometidos a un horario, a una disciplina, a la supervisión de casi todo lo que casi todos hacen, sometidos al control de casi todos porque casi nadie quiere que alguien se desmande para que no cunda el mal ejemplo. Entonces, ¿quiénes están en los nidos del cuco, los que padecen un trastorno mental según la ciencia o quienes aparentan cordura?
Imaginemos un nido del cuco en España, solo porque nos concierne y nos interesa más. Imaginemos que en nuestro nido del cuco, como probablemente en los de todo el mundo, hay varios pabellones en los que se agrupa a los afectados según la índole de su trastorno. Imaginemos.
Más de tres millones y medio de españoles votaron en las generales de 2019 por Vox y por Vox votaron casi doscientos dieciocho mil catalanes en las de su comunidad el mes pasado. ¿Puede estar en su sano juicio quien elige para gobernar un país o una comunidad a un partido político que ataca al extranjero, al pobre, al negro, al musulmán, al judío, al que los líderes del partido digan que hay que echar de la tribu por cualquier razón que al líder se le ocurra; un partido que pretende restringir la libertad de las mujeres, centralizar el gobierno, eliminar la sanidad y la educación públicas, aliviar de impuestos a los ricos y aplastar de impuestos a los pobres, ordenar a los padres lo que pueden enseñar a sus hijos y lo que no? ¿Puede estar en su sano juicio quien elige para el Congreso y el Senado a hombres y mujeres que desconocen la función de ambas instituciones y confunden la tribuna con el escenario de un mitin en el que hay que divertir al personal dando caña al contrario? ¿Puede estar en su sano juicio quien quiere vivir digiriendo mala leche de la mañana a la noche? Diríase que en el pabellón de los afectados por Vox mal conviven quienes resienten que el homo sapiens sea un animal social, y cabría suponer que es un pabellón de solitarios en el que cada cual rumia en silencio su propia amargura. Pero en un nido del cuco nada sigue una lógica predecible. Los internos de este pabellón agradecen la compañía de quienes sufren el mismo trastorno porque esa compañía les hace creerse normales, convencionales, perfectamente integrados en un grupo en el que todos se convencen mutuamente de que tienen razón. Y como todos tienen razón, todos defienden sus razones a gritos y palabrotas sin ningún conflicto. ¿Puede estar en su sano juicio el votante de Vox? Depende de lo que se entienda por un juicio sano. Pero, ¿por qué se integran en ese pabellón? Unos porque tienen mucho dinero y Vox promete ayudarles a seguir llenando sus carteras sin interferencias y otros porque tienen muy poco y Vox les promete que les ayudará a tener más.
En 2019, cinco millones de españoles votaron al Partido Popular y el mes pasado le votaron casi ciento diez mil catalanes. ¿Puede estar en su sano juicio el que elige para gobernar el país a un partido que oscila entre el extremismo de Vox y la centralidad ideal sin que nadie sepa a qué se debe que su candidato se pase la vida de aquí para allá ni sepa nadie cuándo va a ir para aquí ni cuándo va a ir para allá ni dónde demonios se va a quedar? El pabellón del PP casi siempre está medio vacío porque sus internos se pasan el día columpiándose, como los monos, en lianas imaginarias de un pabellón a otro a la atenta espera de que su líder les diga dónde bajarse. Llenan, más o menos, la mitad aquellos que fundamentan sus convicciones políticas en la certeza de que uno tiene que votar por lo mismo que votaban sus antepasados, hasta cuando aún no se podía votar, o por lo mismo que ese uno ha votado siempre porque el voto no se cambia. Esos no se mueven de su pabellón ni se moverían aunque alguien les demostrara sin género de dudas que el que se queda quieto en un lugar porque sí sin saber dónde está ni por qué, no puede estar en su sano juicio. Otra vez, según lo que por sano juicio se entienda. Pero, ¿por qué ese mareo de los que se columpian y esa parálisis de los que no se moverían aunque se lo mandara el mismo Dios? Por las mismas razones que justifican los votos a Vox.
Y ya que han entrado en los ejemplos anteriores las elecciones catalanas, cabe preguntarse también si puede estar en su sano juicio la mitad de la población de esa autonomía que vota a cualquiera que le prometa referéndum e independencia sabiendo que ambas cosas son legalmente imposibles y que una de las funciones que la Constitución atribuye a las Fuerzas Armadas es la defensa de la unidad de España. ¿Cómo va a enfrentarse esa mitad al ejército? ¿Bloqueando calles y carreteras, quemando contenedores, rompiendo las lunas de las tiendas? No, dicen y amenazan con movilizar a los ejércitos extranjeros para defenderles. ¿Y de dónde van a sacar el dinero que atraiga a esos ejércitos? La independencia es sagrada y no responde a preguntas. El pabellón de los independentistas en nuestro nido del cuco imaginario es de lo más triste. Hay muy pocos internos y los que hay se quejan todo el día de incomprensión, de represión, de añoranza por la independencia que nunca tuvieron. No lloraron tanto ni los judíos de Babilonia que suspiraban por Jerusalén. Pero, ¿también estos votan por dinero? También. Sus políticos les han convencido de que España les roba y de que cuando sean independientes, el dinero que España ya no les podrá robar será suyo. Y ese dinero, ¿dónde está? Aparecerá cuando aparezca la independencia que no puede aparecer.
Enfermos de Covid o de miedo al Covid, arruinados o con pánico a la ruina, parece que los asuntos del politiquerío ya no deberían preocuparnos. Curiosamente, el interés por la política parece crecer en estos tiempos de tinieblas. Los políticos van de cráneo por sonar en la radio o aparecer en los televisores y se siguen haciendo encuestas y los políticos siguen reaccionando a los resultados de las encuestas. Y dicen los psiquiatras que hay más víctimas de la ansiedad y de la depresión que del virus. Pero como las enfermedades mentales no se pueden medir, nadie les hace caso. Hay más trastornados en la calle y en sus casas que en esos pabellones de votantes tan convencidos. O no. Tal vez la salud mental sí se puede diagnosticar por las ganas de vivir del sujeto; por la esperanza que le sostiene la vida; por su capacidad y ganas de pensar para ir trazando su propio camino pase lo que pase. Tal vez esta pandemia sea la revolución del individualismo que quiso causar aquel falso loco en el nido del cuco para que sus compañeros descubrieran el valor de sí mismos y de los demás. Tal vez el que hoy vuela sobre el nido del cuco sea, para el creyente, Dios mismo, o para el no creyente, el inmenso poder de la voluntad dispuesta a romper los muros de creencias y normas impuestas; dispuesta a ganarle la partida al dinero reconociendo estrictamente su utilidad y su valor verdadero, infinitamente inferior al de un ser humano. Un día se irá el virus y con el virus se irá el miedo porque la gente, harta de miedo, ya no se dejará atemorizar.