Uno de los dueños de El Coyote, a quien considero un amigo, cabeza de lista del Partido de los Socialistas de Cataluña en las municipales de Sort, me invitó un día de 2019 a una reunión del partido con cena posterior incluída. Nunca he tenido carnet de nada, pero me pareció que no podía negarme porque, políticamente, solo el PSC representa mis convicciones, no solo políticas, sino morales.
La tarde del día acordado, estaba yo en la calle esperando que abrieran el local donde iba a celebrarse la reunión. Estaban allí, además, cargos del partido de toda la comarca charlando animadamente. Después de saludar a los conocidos, me retiré un poco de los grupos, consciente de mi condición de simple observadora. Sola estaba, pues, como de costumbre si me dejan, cuando se me acercó un hombre, para mi desconocido. Era un hombre joven con las cejas caídas, anticuadas gafas de pasta y una sonrisa suave. Me preguntó si yo era María y me dijo que él era Salvador. Le estreché la mano que me ofrecía y me gustó esa primera impresión, a la que suelo dar más importancia que a la visual; apretón firme, pero sin la fuerza del que quiere lucirse fuerte. Intercambiamos algunas palabras que no recuerdo y alguien nos interrumpió. Pensé que era un hombre muy agradable y que parecía más un profesor que un político. Horas después, vi que ese hombre presidía la cena. Estaban presentes casi todos los políticos socialistas de la provincia de Lleida. Con la misma postura sin pretensiones con que se había acercado a mí, el hombre tomó la palabra, dio la bienvenida a los asistentes y empezó a exponer las directrices del partido para las municipales. Ya no me pareció un profesor. La claridad y la firmeza de su discurso improvisado eran las de un político, las de un político de otros tiempos. Me recordó a otro hombre, político también con pinta de profesor, que una tarde de muchos años atrás se había acercado a mí presentándose a sí mismo: "Soy Ernest Lluch". Cuando el año siguiente a la reunión y cena de aquel día supe que Pedro Sánchez había nombrado a aquel Salvador ministro de Sanidad, la coincidencia me sacó una sonrisa triste.
¿Políticos de otros tiempos?, me pregunto ahora sin motivo ni ganas de sonreír. Ahora que un virus nos ha descuajado la vida; ahora que tenemos algo concreto a qué culpar de todos nuestros males, ya no recordamos hasta qué punto estaba nuestra vida descuajada mucho antes de esta tragedia. Hasta la gran depresión de 2008, España progresaba a un ritmo admirable. ¡Cómo había avanzado la tecnología, cómo habían mejorado los sueldos, cómo habían prosperado los españoles! Todos los españoles no, claro. En todos los países del mundo hay una bolsa de pobres muy pobres; es inevitable. Como todos sabemos, no todas las personas tienen la inteligencia ni los medios para montarse bien la vida. Hay diferencias consustanciales, como reconocía Mariano Rajoy en un artículo de su juventud. Pero en todos los países del mundo, el sentido común y el mercado de la vivienda hacen que esos pobres muy pobres tengan que vivir en los guetos de los pobres muy pobres para que su presencia, sus costumbres, la fealdad connatural a la pobreza no alteren la sensibilidad estética y emocional de los que se ganan bien la vida. Así que cada cual en su sitio y Dios en el de todos, como tiene que ser.
Naturalmente, la gran mayoría de los que se ganaban bien la vida votaban a los políticos que enaltecían el sentido común y preconizaban la libertad de los mercados. Y como los pobres muy pobres no suelen votar, ganaban los políticos económicamente más sensatos. Hasta que en España, una salvajada del destino confabulado con terroristas despertó de su letargo a la mayoría de los españoles y les hizo descubrir el engaño brutal de sus gobernantes y elegir a quien prometía libertad, igualdad de todos y, por encima de todo, verdad. Fue así como Zapatero y su socialismo se colaron en el gobierno. Hasta que llegó la depresión y aumentó la población de pobres muy pobres y entre los que se ganaban bien la vida cundió el pánico. La mayoría de los que se ganaban bien la vida perdonaron todas las mentiras y la corrupción de los que habían sido sensatos defensores de los mercados y, confiando en que su sentido común sacaría al país de la crisis, volvieron a votarles. Volvieron a ganar los políticos del sentido común y la sensatez y su gobierno mantuvo lejos de la crisis a quienes donaban generosamente al partido dinero que eludía el control de Hacienda; a quienes pagaban altas comisiones por el encargo de una obra, de un trabajo; o sea, a quienes se ganaban muy bien la vida y compartían generosamente su bienestar con el gobierno que lo auspiciaba. ¿Y los medio pobres? Sueldos míseros y pensiones congeladas. ¿Y los pobres muy pobres? Ley mordaza para que no se quejen. Y en esas seguiríamos por el acojonamiento general si el milagro de una sentencia por corrupción y una moción de censura no nos hubiera salvado.
Un milagro, sí. ¿Qué haríamos ahora si nos estuvieran gobernando los políticos sensatos que tenían por norma sagrada recortar gastos en sanidad y educación públicas a fin de ahorrar recursos para otras cosas más importantes, como edificios, por ejemplo? Habría que preguntárselo a los madrileños, andaluces, murcianos, gallegos. Tal vez nos consolaría de tanto dolor, miedo y hastío el renacimiento de un electrizante nacionalismo de banderas y otros símbolos que antes los españoles envidiaban de lejos a catalanes y vascos y que ahora pueden exhibir rebosantes de orgullo carpetovetónico. Hace poco, a España volvió el "Todo por la patria" aunque la patria se haya convertido en un pavoroso espectáculo de hospitales atestados de dolientes y agonizantes, de entierros de ataúdes solitarios. Con el "todo por la patria" vuelve el emocionante recuerdo de aquel que curó a España de la lepra de la guerra y volvió a llenarla de alegres señoritos y sirvientes felices con su suerte; el recuerdo de aquel caudillo que era pura sensatez y sentido común. Cierto que estos nuevos héroes y heroínas del nacionalismo español aún son minoría, pero tiempo al tiempo. ¿Cuántos prescinden de los programas informativos o de las tertulias o de los diarios en los que se divulgan bulos o medias verdades contra el gobierno, para manifestar su exigencia de un periodismo inteligente y veraz? ¿Cuántos prescinden de series de televisión sin otro contenido que la violencia o de programas especializados en escandaletes para informarse de lo que está pasando en el mundo político del país? Aún son mayoría los que manifiestan a mucha honra que la política no les interesa en absoluto. Aún son mayoría los que ven en las noticias a los politiqueros mintiendo y despotricando contra el gobierno enemigo, como si no hubiera temas serios sociales y económicos que tratar, sin que se les encienda ni una sola fibra de indignación. Aún son mayoría los que se resignan a ser tratados como imbéciles por politiqueros fantoches, como si vivieran resignados a su imbecilidad. Con tanto imbécil, ¿hay que vivir temblando ante la posibilidad de un derrumbe moral definitivo y el retorno de los guardianes y protectores de los bolsillos llenos o aún cabe la esperanza?
Cuando la duda me asalta y el alma me tiembla, me recuerdo que Trump perdió las elecciones en los Estados Unidos y que, en el Reino Unido, Johnson va cayendo en las encuestas. Hay mucha imbecilidad, muchísima, pero no tanta como hace suponer el pesimismo. Para animarme la esperanza, vuelvo a ver algún discurso de Joe Biden y me recuerdo unas palabras de Kamala Harris que se me quedaron en la memoria: "Nosotros somos mejores que el país y vamos a luchar por lo mejor de lo que somos". Y por si no tuviera bastante, hoy he visto y escuchado a aquel que me dijo "¿Ets Maria? Jo soc Salvador", en su primer acto de campaña como candidato a president de la Generalitat de Cataluña. Le he visto y escuchado en una pantalla junto a un amigo en el que yo había depositado mis esperanzas: Miquel Iceta. Y mi alma ha dejado de temblar. Salvador Illa ha dicho que la Cataluña que nos merecemos tiene que volver; que tienen que volver la sanidad, el trabajo, los avances sociales. Y yo le creo, me creo que volverá, que volverá lo mejor del país y que todos los que en él vivimos vamos a luchar por lo mejor de lo que somos. Aquí, allá, en todas partes quedan fuerzas y voluntad para luchar por nosotros mismos con la ayuda de gobernantes que creen en sus valores y en el valor de la gente: Joe Biden, Kamala Harris, Pedro Sánchez, Salvador Illa, Miquel Iceta y un largo etcétera que muy bien pueden sostener la esperanza del mundo entero. Volveremos a empezar y todo indica que será un buen comienzo.