Intentaron matarla las bombas que caían sobre Valencia, a donde su madre la había enviado para salvarla de los bombardeos de Madrid. Intentaron matarla los soldados que un día la llevaron a un sanatorio de niños tuberculosos sin tener la enfermedad. El destino o lo que fuera no quiso que se contagiara, pero sí le deparó un dolor profundo. La única amiguita que tenía en el sanatorio sí murió de tuberculosis y mi madre pasó el resto de la guerra y principios de la posguerra en un edificio helado, absolutamente sola porque ni siquiera sabía dónde estaba su madre. Otra vez habían intentado matarla entre todos, pero no se murió.
Devuelta a su casa de Madrid por la Cruz Roja, el odio satánico de Franco y los suyos contra todos y contra todo lo que no tuviera que ver con su ideología liberticida y con satisfacer su ambición le enseñó a mi madre lo que era el hambre. El hambre intentó matarla, pero no se murió. La muerte la volvió a amenazar cuando murió su hijo de cinco años. Le mató muchas cosas, pero no pudo con su vida. Mi madre quería vivir y siguió viviendo tras divorciarse de mi padre. Estaba en América. Quería mi padre y muchos le aconsejaron que volviera a Madrid o a Barcelona para que su hija se criara con su familia materna o paterna. Mi madre se dio cuenta de que allí la esperaba otro tipo de muerte y se negó. No se quería morir. En plenos años de la hipocresía de los 50, mi madre montó un espectáculo en el que jamás se había visto a una mujer sola. Yo fui a un internado. Ella recorrió con su espectáculo toda América del Sur y se retiró cuando quiso a una casa comprada con su propio trabajo en el lugar que eligió para vivir con su familia, una nueva familia elegida por ella y que ella, con su trabajo, luchó para sacar adelante hasta que la enfermedad se lo impidió. Con mi madre pudo el Alzheimer y siempre me ha consolado pensar que tenía tantas ganas de vivir, que fue un regalo de la Misericordia que en sus últimos años olvidara que un día, tarde o temprano, tendría que morirse.
Muchas veces, incontables veces, he recordado la frase de mi madre y me la he repetido cuando la vida se me ha puesto fea. "Entre todos la mataron y ella sola se murió". A lo largo de una vida son varias las circunstancias y las personas que, consciente o inconscientemente, intentan matarte, física o emocionalmente. Lo que quería transmitirme mi madre es que se muere uno, sólo si se deja morir; sólo si uno mismo se deja morir. Su ejemplo me ha servido una y otra vez para despachar a quienes querían matarme emocionalmente con una de las rotundas peinetas que me enseñó a hacer mi padre: brazo izquierdo doblado, golpe en ese brazo con la mano derecha y la otra mano al aire con el dedo corazón enhiesto. Digo en favor de mis modales, que la mayoría de esas peinetas las he hecho y las sigo haciendo mentalmente. Y las he hecho y las sigo haciendo ante cualquier amenaza porque yo, como mi madre, tampoco me quiero morir hasta que mi cuerpo decida que se desconecta. Y yo también, como mi madre, creo que nadie puede matarte ni una neurona ni un ápice de sensibilidad si no te dejas. Nunca he sido feminista. El ejemplo de mi madre no me dejó. Siempre he hecho lo que me ha dado la gana sin imaginar siquiera que mi condición de mujer me podía cerrar puertas. Me las cerró, claro; me cerró muchas. Pero ante puerta cerrada, peineta, sin perder tiempo en preguntarme por qué. Creo que mi negativa a considerar que mi condición de mujer era una desventaja también ha tenido mucho que ver con mi respeto al ser humano, macho o hembra. Siempre me he negado a creer que hombre alguno pudiera ser tan imbécil como para ser machista. Lo mismo me pasa con los homófobos. No he oído a ningún hombre o mujer confesar su homofobia delante de mí. Algunos imbéciles no lo son tanto como para que no les dé vergüenza exhibir en público su imbecilidad.
Hoy me toca recordar esa frase de mi madre mientras leo y estudio y reflexiono intentando comprender lo que está sucediendo en mi país y en el mundo.
Una crisis económica intentó matarnos la voluntad, las ganas de luchar, la valentía, y consiguió su masacre dejando a millones disueltos en la masa de los pobres y a otros millones hundidos hasta el cuello. Ahora a todos intenta rematarnos un virus. En Estados Unidos, las hordas trumpistas tratan de esconder su miedo al bicho yendo por las calles de matones o de histéricas que se esconden bajo la túnica de un Cristo que nada tiene que ver con el de los Evangelios. "El que se pone mascarilla", gritaba una declarando ante el Parlamento de su estado, "demuestra su falta de confianza en Dios". "Eso es pecado", chillaba como una loca, "y Dios no os lo perdonará" Aparece el vídeo de su comparecencia en YouTube, en uno que se titula, más o menos, "Los 10 momentos más cómicos de Trump". Confieso que me sacó una sonrisa, una sonrisa triste. La histeria que afectaba a aquella joven y a las jóvenes y viejas que declararon tras ella, no provocaba la risa, provocaba lástima. También salió un tipo, un tipo tirando a viejo, con barriga cervecera, que gritaba más que las mujeres y que sonaba, a quien no supiera inglés, como un matón que estuviera amenazando de muerte a golpes a todos los diputados que estaban debatiendo una ley para obligar al uso de las mascarillas. Todos esos dementes hicieron, en sus discursos, una denodada defensa de la libertad, la libertad de contagiarse si les daba la gana; la libertad de contagiar a los demás.
Oyendo a esos y a miles más de trumpistas gritar "libertad" por las calles de ciudades americanas, mi memoria oye gritar "libertad" a cientos de derechistas por las calles de ciudades españolas. Todos piden libertad, libertad para esclavizarse si les apetece, libertad para esclavizar a todos los ciudadanos del país porque su demencia les hace desear que todos seamos esclavos de sus ideas; libertad para prohibir a otros todo lo que sus ideas les prohíben a ellos; libertad para cargar con la culpa con la que les obligan a cargar todas las transgresiones que cometen contra sus ideas.
Horroriza que exijan libertad los que tienen la rotunda intención de acabar con la libertad de todos, incluyendo la suya, como horrorizaba que en un país con cientos de miles de fusilados sin juicio, con las cárceles a rebosar de perdedores de la guerra represaliados por sus ideas políticas, por sus críticas al gobierno; horrorizaba ver en los escudos de ese país y oír en los discursos que España era una, grande y libre. Horrorizaba la gran mentira como hoy horroriza oír a algunos defender y arrastrarnos hacia atrás a esa España; horroriza oírles mentir sin el más mínimo escrúpulo y horroriza hasta hacer que el cuerpo se estremezca porque en España la Iglesia nos contó durante siglos que el padre de la mentira es Satanás.
¿Quién, qué es el diputado que sube a la tribuna del Congreso y acusa al gobierno de querer implantar en España una dictadura comunista, de ignorar la pandemia, de cogerse tres meses de vacaciones mientras los españoles sufren y mueren? ¿Quién, qué es el que nos dice desde esa tribuna que la ley de eutanasia incita a la muerte y no ofrece garantías, permitiendo que se pueda matar impunemente a enfermos y viejos? ¿Quién, qué es el diputado que acusa a los inmigrantes de ladrones y violadores? ¿Quién, qué es, el diputado que acusa de violadoras a trece jóvenes fusiladas por asesinos franquistas? ¿Quién, qué es el que defiende los crímenes de Franco aseverando que Franco mataba por amor? Da escalofríos imaginar que si las espectaculares metamorfosis que se producen en las películas de ciencia ficción se produjeran alguna vez en la realidad, todos esos diputados de las derechas que mienten sin escrúpulos ni contención se convertirían, de pronto, en el Padre de la Mentira con cuernos y rabo. Pero a ellos no se les ocurre que eso pueda suceder, como parece que tampoco se les ocurre que el Dios en el que dicen creer, un día les haga pagar por sus mentiras un precio altísimo. No se lo creen. Y no se lo creen porque también es mentira su fe en el Cristo que dijo "Yo soy el camino y la verdad y la vida."
Ante la proximidad de la inauguración del nuevo presidente, hay miedo en Estados Unidos; mucho más del que, por prudencia, muchas figuras públicas se atreven a confesar. Corren rumores de que Trump podría decretar un estado de alerta y ordenar que las Fuerzas Armadas defiendan su presidencia. Pero la situación sería tan extrema que resulta inimaginable. Lo peor que podría ocurrir es que el colegio electoral que debe certificar a Biden el 6 de enero decida cambiar su voto y dejar que Trump siga gobernando. Las terribles presiones que están sufriendo los electores, con amenazas de muerte incluidas, no hacen tan disparatada esa posibilidad. Hay miedo, hay miedo porque la democracia americana pende de un hilo y ese hilo está en manos de un demente y sus dementes seguidores.
Y hay miedo en España. En España las tres derechas están concentradas en un ataque brutal y constante al gobierno y en brutales y constantes intentos de desestabilizar la coalición. Pero no es la coalición lo que quieren desestabilizar; no es el gobierno. Lo que quieren las tres derechas con sus esfuerzos por deslegitimar los votos que dieron el gobierno a Pedro Sánchez, es decir, al PSOE en coalición con UP, es deslegitimar, desestabilizar, acabar con la democracia; hacer buena aquella frase que decía mi madre: "Entre todos la mataron y ella sola se murió". Por eso es de vital necesidad que la mayoría de este país no deje de reflexionar para no dejarse engañar; que eche pecho como adultos a crisis económicas y pandemias y lo que caiga; que la mayoría no se resigne a dejar morir a la democracia por más fanáticos admiradores de las dictaduras que la quieran matar.