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El debate entre partidos en España podemos fotografiarlo con esta cita de Pascal:"La violencia y la verdad nunca tienen nada en común; aquellos que argumentan con violencia no tienen otra cosa que decir." O quizás está de Thomas Paine "El que grita más fuerte es casi siempre el que menos razón tiene." Elijan y adjudiquen. Es lo que les dejan. 

Para la epidemia de odio no tenemos vacuna

Para la epidemia de odio no tenemos vacuna

Estamos en medio de dos guerras espeluznantes; dos guerras entre cuatro potencias que amenazan nuestra vida, física y emocional. Por un lado la guerra entre un virus asesino y la ciencia que lucha por vencerlo. Por el otro, la guerra entre el amor, que intenta hacernos más humanos y hacer más humana nuestra vida, y el odio, que intenta destruir nuestra humanidad para devolvernos a la época en que la política organizaba a la sociedad entronizando a los más fuertes y uniformando a los demás en una masa de pobres y esclavos. Parece exagerado hablar de amor y odio en política. No lo es si el amor se entiende como empatía, la facultad de ponerse en la piel del otro, y el odio se entiende como un egoísmo brutal capaz de cualquier cosa contra cualquiera con tal de obtener un beneficio.

Grupos de odio y violencia en Europa


La semana pasada, una mujer conmovió a millones de espectadores en un programa de televisión americano. Rachel Maddow, una analista política de gran prestigio, con su propio show de análisis y entrevistas y una audiencia de millones, empezó su programa desde la sala de su casa, como lo venía haciendo desde su confinamiento. Con su seriedad de costumbre, anunció que antes de todo hablaría de un asunto muy personal. Sin impostar la voz, sin aspavientos, Maddow dijo con toda sencillez que la persona que amaba más que a nadie en el mundo, la persona sin la cual no concebía su propia vida, la única persona por la que mataría si tuviera que defenderla, se había contagiado el coronavirus y había sufrido un caso grave de Covid 19. Lo cuento en pocas palabras para no caer yo en una sensiblería en la que Maddow no cayó. Solo voy a decir que en mi vida había escuchado una declaración de amor tan profunda, tan verdad, tan intensa como todos los comentarios que han hecho de Rachel Maddow una estrella de la televisión política. La exposición de sus sentimientos terminó con una confesión que sí le quebró la voz. Maddow confesó que la enfermedad de su pareja, Susan, le había causado pánico; que durante el tiempo en el que Susan sufría los peores síntomas, ella vivía ocultando su terror a perderla; un terror como el que no había sentido jamás. Maddow concluyó con una pregunta. ¿Por qué había querido contar a su audiencia algo tan personal? El motivo merece párrafo aparte.

Donald Trump, un individuo que supera todos los calificativos negativos que a una persona decente se le pueden ocurrir, decidió despreciar el peligro del coronavirus para no tener que emplearse a fondo defendiendo a la población de ese peligro; para no tener que invertir dinero en defenderla. En todos sus discursos repetía que ese virus no era peor que el de cualquier gripe, que la mascarilla no servía para nada y que tampoco servía cerrar negocios o decretar algún tipo de confinamiento. Las cifras de contagiados y fallecidos fueron ascendiendo. Trump insistía, hasta hace muy poco, que él sabía cómo llevar el asunto y que la ciencia, no. La frecuencia con que lo repetía consiguió hacer que el mensaje calara, al menos en sus seguidores. Llegó un momento en que si uno llevaba mascarilla, se confesaba demócrata de Biden y si no la llevaba, republicano de Trump. Rachel Maddow decidió desnudar sus sentimientos ante el público por empatía, por amor a sus conciudadanos. La voz se le rompió cuando suplicaba, literalmente suplicaba a la audiencia que todos hicieran todo lo posible por evitar contagiarse y contagiar a sus seres queridos. Mascarilla, distancia física y lavado de manos podían hacer la diferencia entre la vida y la muerte; podían evitar el dolor insuperable de ver morir a la persona que más se ama cuando esa muerte se podía haber evitado. No se saben cifras de la gente que hizo caso a Rachel Maddow; solo que su confesión y su llamamiento se comentaron durante toda una semana en todos los canales de televisión menos en los de la ultraderecha. La pereza demente de Donald Trump también llegó a mucha gente. Al día de hoy, en los Estados Unidos ha habido 16 millones 507 mil casos y 302 mil 259 fallecidos. El personal sanitario está agotado, como aquí. Los hospitales y las UCI están a punto del colapso, como aquí. Y mientras tantos enferman y mueren, los partidarios del amor y los del odio se enfrentan en las calles, como aquí.

Joe Biden, hoy presidente electo de los Estados Unidos, lleva dando, desde el día en que los votos confirmaron su elección, un ejemplo de empatía como la que inspiró la presidencia de Barack Obama, de la que Biden fue vicepresidente, pero a un grado heróico. Era senador en el Congreso, el senador más joven, cuando recibió una llamada telefónica comunicándole que su mujer y su hija de dos años acababan de morir en un accidente de tráfico. Le quedaron dos hijos. En 2015, su hijo mayor, Fiscal General del Estado de Delaware, falleció de cáncer. Esos golpes, suficientes para hundir la vida de la mayoría; para agriar, al menos, el carácter de quien los ha sufrido, tuvieron en Biden el efecto de fortalecer su fe y su determinación de entregarse al servicio público por empatía, por mejorar las condiciones de vida de los demás. Un discurso suyo transmite una empatía tan profunda, tan verdad, tan intensa, como aquella confesión de Rachel Maddow; una empatía tan profunda, tan verdad, tan intensa como la que transmite en sus discursos y en sus actos Kamala Harris, vicepresidenta electa, la mejor compañera que Biden podía elegir porque su visión de la Política como gestión al servicio de los ciudadanos sintoniza plenamente con la de Biden. Los discursos de los dos tienen, además, un efecto revitalizador sobre el que escucha. Animan a luchar, a creer que es posible vencer las peores circunstancias si estamos dispuestos a ayudarnos los unos a los otros para seguir adelante.

Donald Trump reaccionó a la elección de Biden y Harris con una furia satánica. Sus esfuerzos por revertir el resultado de las elecciones clamando fraude sin la más ligera evidencia, le han llevado a interponer decenas de querellas en decenas de juzgados hasta llegar al Tribunal Supremo, pidiendo que se anulen millones de votos. Se ha quedado ya sin recursos legales, pero es tal su inmoralidad y su desprecio por la democracia y por los ciudadanos de su país, que no ceja en su campaña de intoxicación invitando a sus seguidores a exigir en la calle que le entreguen la presidencia. Para Trump, Biden será un presidente ilegal si jura el cargo el 20 de enero. Como aquí. Aquí las derechas no se cansan de repetir que el gobierno de Sánchez es ilegítimo. Trump sueña derrocar a Biden, como las derechas sueñan derrocar a Sánchez aquí. Durante cuatro años, Trump utilizó el poder que le daba la presidencia para su propio beneficio llegando a incurrir en actos ilegales de los que tendrá que responder cuando salga de la Casa Blanca. Aquí las derechas también han entendido siempre la política con minúscula; un medio de ejercer el poder para su propio beneficio beneficiando a aquellos que más les pueden beneficiar.


Por María Mir-Rocafort



Desde el día de las elecciones, me impuse ver los programas políticos americanos cada tarde en diferentes canales. Enseguida el miedo empezaba a oprimirme el pecho y la cabeza. No era solo lo que decían los analistas, era la expresión en sus caras lo que hacía temer lo peor. Tras la sentencia del Supremo, algunas de esas expresiones se han relajado, pero el miedo persiste en los que ven un poco más allá de la inauguración presidencial. Trump sigue intentando machacar cerebros con sus discursos para introducir en ellos sus palabras como si fueran órdenes posthipnóticas. Sus seguidores las repiten como zombies. Son palabras de odio; odio contra los inmigrantes; contra los de otras razas; contra sus oponentes políticos; contra cualquier cosa o persona que se interponga en el camino de su autocrática voluntad. Ese odio se está extendiendo como un virus, en los Estados Unidos, en Polonia, en Hungría, en Alemania, aquí.

Las vacunas contra el coronavirus están a punto de llegar. Es posible que pronto la pandemia sea un mal recuerdo. ¿Y el virus del odio que pretende matar nuestra libertad, nuestra empatía, nuestra solidaridad? Para acabar con ese virus no hay vacuna. Lo único que puede acabar con él es el amor y el respeto a uno mismo, que indefectiblemente conduce al amor y el respeto a los demás.

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