Desde que el hombre -macho y hembra- empezó a pensar y a manifestar sus pensamientos mediante la palabra, ha tenido la necesidad de personalizar y poner nombre a conceptos cuya comprensión se le oculta en el misterio. Ante el fenómeno del cuerpo inanimado de hombre o animal, el primitivo intuyó que algo o alguien le había robado algo a ese cuerpo definitivamente. A lo robado le llamó alma; al ladrón, le llamó muerte. El asunto del bien y el mal resultó más complicado y la complicación empeoró cuando las tribus establecieron diferentes formas de relacionarse con sus dioses. Quedándonos con la más próxima a nuestra cultura y simplificándola al máximo, Satanás ha sido durante siglos la personificación del mal y, Dios aparte, la personificación del bien han sido los ángeles fieles a Dios.
En el siglo de admirables avances tecnológicos en que vivimos, todo esto suena muy primitivo, muy de otras épocas, pero cuidado. Con la pandemia de locura que vuelve a asolar a los países más aparentemente civilizados del mundo, tal parece que se hubiera vuelto a desencadenar una guerra salvaje entre elementos satánicos y angélicos que una minoría de seres humanos contempla con estupefacción. Esa guerra, en nuestros tiempos, es por ahora solo verbal, pero nadie puede garantizar que el lanzamiento de encendidas palabras no termine en la ruptura de hostilidades con el lanzamiento de otras cosas más físicamente dañinas. Así empezó el horror de las dos guerras mundiales del siglo pasado y el de la nuestra, de más infausta memoria para nosotros.
Es tal el pandemonio que agita al mundo de un punto cardinal a otro que, para entender algo, más vale ceñirse a algún ejemplo concreto. Empezando desde abajo en orden de importancia, de ejemplo pueden servirnos, en primer lugar, las celebraciones del día de la Constitución de la mañana del domingo.
Impresionante ceremonia en plena calle con el gobierno ocupando las escalinatas del Congreso y los invitados, la calzada, todos a una distancia los unos de los otros que a todos recordaba el virus que ha convertido a todos los hombres -machos y hembras- en posibles o potenciales apestados. Pero aparte de esa silenciosa evidencia, el virus que nos está matando indiscriminadamente no protagonizó los discursos de los que hablaron.
La presidenta del Congreso centró sus palabras en el elogio de la Constitución y la unidad en torno a su contenido; unidad imprescindible para vencer los retos que amenazan al país. Su discurso, evidentemente inspirado por su racionalidad, introdujo un tercer contendiente en esta guerra demencial: el ser humano; ese ser raro por su escasez que se distingue por el uso cotidiano de la razón y un sistema emocional movido por la empatía con sus congéneres. Precisamente por su rareza, ese discurso desentonaba con el ambiente bélico predominante y fue, por lo tanto, ignorado por la mayoría de los que lo escucharon in situ, por televisión o radio y por los profesionales de la prensa que luego informaron y comentaron el evento.
Interesaron más los discursos de los invitados a hablar desde micrófonos laterales. El jefe de la oposición, por ejemplo, presidente del segundo partido más numeroso del país, volvió a recordarnos que nada es lo que es ni todo lo contrario y que este mundo y todo bicho que en él respira y late debe ser la creación de un dios o dioses carentes de la facultad de razonar o con la razón amordazada para que no les estropee la diversión de contemplar a millones de criaturas debatiéndose en el absurdo. Porque después de acusar a los que celebraban la Constitución de estar dispuestos a destruir la Constitución, el susodicho se proclamó defensor de la Constitución a vida o muerte y rotundamente centrado y moderado por lo que toda esperanza de moderación pasa por poner en sus manos el gobierno del país. Muy bien todo, salvo que el partido de este señor gobierna en varias comunidades autónomas, dos de la mayor importancia, gracias a los votos de la más extrema derecha, razón por la cual tiene que plegarse y se pliega a las exigencias de la más extrema derecha; razón por la cual es evidente que su moderación se reduce al ámbito de los discursos públicos y desaparece en el ámbito los tejemanejes políticos. Absurdo, es decir congruente con la incongruencia que los llamados a dirigir la vida de los ciudadanos ya no se molestan en ocultar, sino todo lo contrario. Todo muy coherente, por lo tanto, y para que a nadie le quepa duda de su absurdidad, ese partido tan centrado y moderado y tan rotunda y valientemente constitucionalista se niega en redondo a cumplir la Constitución permitiendo el nombramiento de los miembros del órgano del cual depende el tercer poder que sostiene la democracia; el Poder Judicial. Se me ocurre que Albert Camus habría preferido a Pablo Casado como encarnación del existencialismo absurdo en su novela "El extranjero", en vez de a Meursault, su protagonista, muy absurdo él, pero muy muermo.
El compromiso de Casado con la ideología de la absurdidad de la existencia brilla, y el domingo brillaba más brillantemente, con el brillo de su acompañante favorita. Los ojos, la mirada, la expresión toda de Isabel Díaz Ayuso, insigne presidenta de la capital de España, es un canto a la irracionalidad a toda costa; una loa emocionante a los dioses creadores del absurdo que manifestaron su poder invencible en la torre de Babel y que, desde entonces, siguen haciendo la puñeta a los seres racionales. ¿Dioses satánicos? Seguramente. Cuando se aburren, la arman a nivel universal y son pocos los seres vivientes que escapan a su furia enloquecida. En España son millones los que caen poseídos por su demencia. Quien lo dude que cuente los votos de quienes eligen ser gobernados por los padres y madres de la mentira y la irracionalidad.
Otros representantes de millones, se fueron ayer a celebrar la Constitución en Barcelona para dar patadas en sus atributos a todos los catalanes separatistas; es decir, para armarla, con la esperanza de armarla. No se armó porque, entre pobreza sobrevenida, confinamientos, hospitales, cementerios, solo unos pocos muy pocos están para salir a la calle a ondear banderas o, por banderas, romperse la crisma. En Barcelona y en otros lugares donde los buscapleitos se fueron a tomar el fresco y a desahogar sus frustraciones, todo quedó en la manifestación absurda de las intenciones absurdas de quienes quieren añadir a la enfermedad y la muerte el horror del fuego que, por su vistosidad y poder destructivo, no puede faltar en cualquier guerra, guerrilla o manifestación que se precie. No hubo fuego.
Fuego echaba el mensaje que un militar retirado escribió en privado para que se difundiera por toda la piel de toro instando a fusilar a la mitad de los españoles. Y vaya si se difundió. Ese mensaje y las cartas que han escrito al rey unos militares seniles pidiendo encarecidamente la destrucción de todo lo construido por la democracia han sido las noticias estrella de la semana. Tenían que serlo por imperativo de los tiempos. Casi todos los comentaristas pusieron a esos militares a parir, probablemente agradeciéndoles, en el secreto de sus almas, el combustible que proporcionaban gratuitamente para mantener en funcionamiento la máquina de guerra, paridora de noticias. Dicen que algo tuvo que ver con el asunto el partido que trasladó las celebraciones del Día de la Constitución a las calles buscando camorra. Es posible. Los pechos henchidos de sus líderes parece que fueran pidiendo balas para poder lucir en sus estatuas póstumas las palmas del martirio, pero no es eso lo que les infla, como tampoco les infla la nostalgia por los tiempos marciales del Caudillo en los que tal vez a ellos no les habrían dejado brillar. A sus pechos les infla la soberbia, como a sus lenguas, la mentira. Lo que les hace dignísimos mandos del ejército satánico que intenta revolucionar el país con el pedestre propósito de obtener ganancias pescando en el río revuelto, mientras más revuelto mejor.
También habló la pobre víctima de su propia discordia; el líder que por alimentar con más votos a su escuálido partido, incorporó al partido comunista que prometía un millón de votos más, promesa que aportó un sonoro fiasco. A Iglesias le adoran los de las satánicas derechas. Gracias a su presencia en el gobierno, los padres de la mentira han podido apellidar al gobierno de sociocomunista, erizando poros y pelos de los ignorantes desinformados que aún no se enteran de que la Unión Soviética se desmembró y de que ahora solo queda Rusia bajo el mando de un autócrata con aires de grandeza estratosféricos, exclusivamente ocupado en conservar e incrementar sus propios privilegios y los de los suyos. El comunismo, como ideal, ya solo existe en la memoria de los muy viejos. Como gobierno de igualdad y justicia social, nunca existió, como dan fe las penurias cotidianas de cubanos y venezolanos, provocadas por el imperialismo americano, dicen sus líderes, pero que, curiosamente, nunca han afectado ni afectan ni seguramente afectarán el bienestar de las élites del partido único.
O sea, todo muy absurdo, tan absurdo como cuando Camus, uno de los seres más humanos que han existido, intentaba explicarse racionalmente la existencia del ser humano, perdiéndose una y otra vez en el misterio del absurdo, con la misma impotencia con que Agustín de Hipona se perdía en el misterio de la Santísima Trinidad. Los que no aceptan esa impotencia, prefieren creer en las personificaciones del bien y el mal. Sea como sea y racionalizaciones aparte, la realidad es que, hoy por hoy, los pobres mortales estamos asediados por un virus que intenta destruir nuestros cuerpos y por unos facinerosos de ambos sexos que intentan destruir nuestra facultad racional para vivir a cuerpo de rey de nuestro trabajo. Así de absurda y vulgar está la cosa.