¿A quién le importan las elecciones americanas cuando en casa está enfermando y muriendo gente y se están cerrando locales para siempre y miles están rellenando formularios para pedir una ayuda o haciendo cola para conseguir un poco de comida? Trump es solo un nombre, una palabra que suena a golpe de tambor lejano. Pues bien, esta mañana, leyendo The Guardian, Trump me sonó en la mente con la fuerza de decibelios insoportables para el oído humano. Trump me sonó a golpe mortal contra el virus que asola el mundo, contra todos los negocios, grandes y pequeños, contra todas las ayudas, contra todas las colas. Trump me sonó a la solución de todos los problemas de la tierra por la vía de la muerte. Ayer, Donald Trump comunicó a su gabinete su intención de atacar las instalaciones nucleares de Irán antes de dejar la presidencia.
Pasar días y noches siguiendo en directo el proceso electoral en EEUU a través de prensa y vídeos, lleva las emociones del que se ponga del asombro al horror, y su mente, del gris al negro. Resulta que hace tiempo que algunas de las mentes más preclaras de la primera potencia mundial -analistas políticos, psicólogos, psiquiatras- han estado advirtiendo públicamente que el presidente de la nación padece serios trastornos mentales que le inhabilitan para el cargo. Pero para llegar a esa conclusión no hacen falta ni estudios ni cargos ni genialidad. Basta leer los tweets que Trump escribe compulsivamente; basta observar en sus discursos lo que hace y pensar lo que dice. Todas sus apariciones públicas son un espectáculo; parecen, de hecho, sketches de una comedia que resultaría desternillante si uno olvida que ese cómico tiene en sus manos el poder de desatar una hecatombe mundial. Difícil olvidarlo, casi imposible por más que uno quisiera relajarse un rato y tomárselo a chiste. Porque lo más inquietante que ese bufón sugiere es la pregunta de cómo ha llegado a convertirse en el hombre más poderoso del mundo. Y lo más aterrador y deprimente es la respuesta: a ese personaje tan evidentemente desequilibrado le dieron ese poder en 2016 los votos de casi 63 millones de electores. ¿63 millones de personas fueron incapaces de detectar en ese hombre trastornos de la personalidad que no pueden pasar desapercibidos a nadie que esté en sus cabales?
No puede haber tanto loco, se dice uno; no puede haber tanto loco armado con pistolas, fusiles, ametralladoras en un país tan conflictivo sin que se desate una guerra civil. No puede ser que haya 63 millones de locos. Y no lo es; es algo peor. Entre esos millones hay cientos de miles de ignorantes fácilmente manipulables mediante discursos emotivos. Y algo todavía peor. Entre esos millones hay cientos de miles de individuos cuyo presente y futuro dependen del presente y futuro del Partido Republicano; individuos cuyo criterio moral se fundamenta, sobre todo, en la preservación y defensa de sus privilegios, cargos, sueldos, es decir, individuos inmorales y carentes de empatía que anteponen sus propios intereses al bienestar de sus conciudadanos, de todo el país. ¿Al extremo de entregar el destino de todos a un perturbado? Por lo visto, sí. Entre los unos y los otros, esta vez votaron por Donald Trump más de 73 millones de personas.
Las cifras marean; las palabras, el tono y el acento de las palabras de Trump marean; marean los presentadores de programas políticos, los analistas, los expertos repitiendo una y otra vez que jamás en la historia del país se había oído a un presidente hacer y decir tantas barbaridades juntas. Y con la esperanza de quitarse el mareo uno se recuerda que está en España y que más vale concentrarse en la realidad de los españoles. Y se va uno a las redes para ver lo que está pasando aquí.
Lo que está pasando aquí es que Pablo Casado, Santiago Abascal, Inés Arrimadas y el larguísimo etcétera de las tres derechas siguen tirando sus redes en todas partes y a toda hora para pescar ignorantes fácilmente manipulables mediante discursos emotivos; gente dispuesta a tragar cualquier mentira adecuadamente adobada que les llegue con gusto al estómago y les estimule las glándulas. Lo que está pasando aquí es que esos tres y sus etcéteras montan sus espectáculos estilo europeo, peinados de peluquería y con ropa cara para que el personal les asocie a la clase acomodada que sabe cómo administrar el dinero; dinero del que a lo mejor toca algo a los miserables que les sigan por aquello de que el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. Lo que está pasando aquí es que el discurso político de las derechas se ha convertido en una retahíla de mentiras y de insultos y de barbaridades como jamás se habían oído en la historia del país. ¿Es que no quedan aquí conservadores con la cabeza en su sitio y, en la conciencia, algo de moral? Y encima, ni siquiera se sabe quién es quién ni de dónde sale. Como si les hubiera atacado la monomanía de conseguir notoriedad, algunos políticos viejos y otros no tanto de uno de los partidos de gobierno se lanzan contra el gobierno para que les saquen en prensa y televisión. Y encima de encima, el Presidente del Colegio General de Médicos pide la dimisión del intachable y admirado Dr. Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, porque dijo en televisión no sé qué. Lo que está pasando aquí es que pongas la radio o el canal de televisión que pongas salen sesudos analistas políticos, comentaristas, expertos en algo que exhiben su equidistancia como demostración del altísimo nivel intelectual que les otorga su inclinación a la duda filosófica. No permiten jamás que su discurso alabe a Pedro Sánchez y al gobierno y si alguna vez cometen el desliz de alabarlos o, simplemente, de defenderlos, enseguida lo corrigen con un pero. ¿Es que no hay en este país periodistas que se atrevan a decir las cosas como son?
Por Juan Antonio Sacaluga
Las calles desiertas nos recuerdan que vivimos en una distopía pandémica. Los medios nos dicen que nos estamos hundiendo en un agujero de irracionalidad. Algunos chiflados quieren convencernos de que las vacunas contienen un chip que va a nuestros cerebros para controlarlos. No hace falta ningún chip. Hace años que algunos genios descubrieron el modo de controlar las conciencias y ya vamos por la segunda generación de controlados. Los ignorantes, los desinformados, los esclavos de sus emociones, víctimas de quien las sepa manipular, crecieron con los ojos hipnotizados por las pantallas de los televisores y de los móviles y de esas pantallas ya no pueden escaparse. Desde allí nos dirigen a votar por populistas trastornados o por populistas sin escrúpulos, metiendo en los gobiernos a quienes están dispuestos a todo lo que les beneficie, aunque tengan que cargarse al resto. Y el resto a aguantar, a salvarse quien pueda y que quien no pueda tenga la amabilidad de pasar lo más desapercibido posible para no molestar a los demás.
Y si ni allí ni aquí hay salvación, ¿qué hacer? Uno puede, por ejemplo, ponerse a ver entrevistas y discursos de Joe Biden y Kamala Harris en los que difícilmente escuchará una frase que no tenga que ver con el interés de los ciudadanos. Y para aliviarse puede recordar que por Biden y Harris votaron casi 78 millones de personas. ¿Y si no domina el inglés? YouTube está lleno de vídeos de Pedro Sánchez y de los ministros y ministras que tienen los intereses de todos los ciudadanos como prioridades por encima de cualquier otra prioridad. Y para aliviarse, recordar que aquí también les votó la mayoría, lo que significa que la mayoría no es tan ignorante, ni está tan desinformada, ni ha perdido el uso de sus facultades mentales como algunos se quieren creer. En resumen, conservar la esperanza y luchar como pueda cada cual por conseguir lo que espera. Al fin y al cabo, estamos vivos y con ganas de vivir.