Un virus amenaza nuestra salud; noticia tan extraordinaria como la revelación de que el caballo blanco de Napoleón era blanco. Como en la ciudad de Orán abandonada a la peste que describió Albert Camus en su novela, España, como la mayor parte del mundo, se ha hundido en una rutina gris, polvorienta, como una casa sucia donde ya no queda energía ni para limpiar el polvo.
Un virus amenaza nuestra salud. No pasa nada. Solo pasa que la gente enferma y muere disolviéndose en números; números que actúan como corrosivos deshaciendo nombres, caras, vidas. Solo un puñado de cercanos distingue en esos números una mirada, una sonrisa, un llanto, un amor, una soledad. Para el resto, son números, solo números; números que crecen cada día y que, mientras más crecen, menos importan. Hasta la muerte ha perdido su guadaña de puro hastío. Los jóvenes se abrazan, ríen a carcajadas, rozan con sus labios las orejas en las que quieren depositar un secreto, tal vez unas palabras de amor; como han hecho siempre. La idea de la muerte nada puede contra las ganas de vivir de quienes creen que tienen toda una vida por delante. El tiempo que tenga que durar esa vida tampoco importa. La peste detiene el tiempo, lo detiene todo, precisamente porque no pasa nada que no sea lo que tiene que pasar y no hay nada más efectivo contra el miedo que abandonarse al fatalismo. Confiando sus vidas al destino, los jóvenes asisten a sus fiestas; si pueden. De todos modos, jóvenes, maduros y viejos tienen que confiar sus vidas al destino varias veces al día cuando meten sus cuerpos en vagones o en autobuses atestados de otros cuerpos que se rozan indiferentes porque no hay otra y que sea lo que Dios quiera. ¿Qué diferencia hay entre exponer la vida en un transporte público o en una discoteca? En un transporte público hay que exponerla porque hay que ir a trabajar para que el mundo siga rodando. En una discoteca queda muy feo exponerla porque divertirse no es absolutamente necesario para vivir, dicen. Claro que esta respuesta encendería la cólera de cualquier joven. O no.
El virus, la peste, también ha acabado con la ira. La ha matado de aburrimiento. En la melacolía incolora de este otoño con sus noches de silencio en calles desiertas, se añoran aquellos primeros días en que los posados trágicos de una demente enlutada en una iglesia llorando lágrimas de carbón provocaban la risa de la mayoría y aguzaban el ingenio de unos cuantos convirtiendo las aureolas sacras en pizzas de peperoni. La demente enlutada se disfrazó luego de operario de pista de aeropuertos, luego de expendedora de bocadillos, luego...Llegó un momento en que se agotó la inventiva de quienes creaban sus disfraces, y los disparates de sus discuros dejaron de hacer gracia como los números de un payaso viejo que no renueva su repertorio. Se añoran las risas que provocaba un humorista haciendo de presidente del gobierno tras un gran escritorio flanqueado por banderas, ante una enorme pantalla cuadriculada en la que aparecían sub poderosos pendientes del poder supremo del imitador; se añora el divertido asombro que causaba el número en el que el imitador pasaba revista a una fila de sanitarios, ataviados con sus desaliñadas batas de trabajo, que habían abandonado a sus pacientes para rendirle honores; se añoran las sonrisas que suscitaba cuando, tieso y sonriendo también, aunque con ironía, se enfrentaba, en la tribuna del Congreso, al auténtico presidente del gobierno dispuesto a ponerle a parir con toda la retahíla de insultos del diccionario. Se añoran las burlas que inspiraban unas chicas y chicos muy monos envueltos en la bandera de España, percutiendo cacerolas, flirteando con amables policías y pidiendo a gritos libertad, como si no la tuvieran. Se añoran aquellos tiempos en que se podían aliviar las malas noticias tomándose a broma a los de la oposición que exhibían, y siguen exhibiendo, sin vergüenza sus berrinches en el Congreso. Se añoran porque esos números trasnochados ya no hacen gracia.
No hará gracia Santiago Abascal cuando saque todavía más pecho para defender su moción de censura. No hará gracia la cara descompuesta de Casado cuando pronuncie el no o la abstención luchando por ocultar la perra que le ha causado la usurpación de su protagonismo. Ya ni siquiera haría gracia un combate entre Monasterio y Álvarez de Toledo arrancándose los pelos como está mandado entre mujeres muy femeninas. Ya nada hace gracia porque la gente está muy harta.
Las calles desiertas y silenciosas se han quedado hasta sin virus. Esas bolitas de colores con punchas en las que algunos desequilibrados quieren ver objetos tecnológicos, no tienen donde entrar cuando cae la noche y nadie tiene un motivo para salir. Los bares y las terrazas han desaparecido tras persianas hostiles; persianas cerradas que niegan un poco de diversión a los amigos, un alivio a la soledad del solitario; persianas cerradas que tal vez ocultan ilusiones que también han caído víctimas del virus.
En medio de tanta desolación, la gente no tiene tiempo para hacer caso a las estupideces y desvaríos de los politiqueros. A la gente le importa el tiempo que tardarán en llegar las ayudas, los sueros redentores. Ni siquiera les ha alterado ver al imitador de presidente intentando difamar a España, a los españoles, en organismos internacionales para que no nos llegue el dinero que todos esperamos para salvar el país, para salvarnos. La gente ya sabe que nadie le hará caso. Silenciosamente, el miedo y el desconcierto al principio y luego el hastío parecen haber hecho madurar a la mayoría. La mayoría ya no quiere espectáculos de aficionados sin talento.
Como en "La peste" de Camus, un día, porque sí, empezarán a descender los números malditos porque los malditos virus habrán empezado a desaparecer, porque sí. La gente se lanzará a los cafés, a las terrazas, a los cines, a los teatros para quitarse el hambre de compañía, de diversión. Es muy probable que entonces ya no vuelvan a hacer gracia los insultos, la crispación, las llamadas a causar un caos político que ponga el país patas arriba. Es muy probable que entonces los ciudadanos, adultos ya y conscientes del valor de vivir en paz y en armonía, busquen aquello que pueda llenar sus vidas de armonía y de paz y rechacen los espectáculos de tercera que les recuerden los tiempos de la peste.