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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

Si fuera por sadomasoquismo...

Si fuera por sadomasoquismo...

Ayer a mediodía se me recalentó la mente, se me recalentaron los nervios y hasta se me recalentó el ordenador. Mi hijo metió el ordenador en la nevera. Yo busqué una solución menos drástica. Me fui a El Coyote a tomarme una cerveza. Sentada a una mesa de la terraza, decidí despejarme con las sugerencias siempre agradables de las montañas que nos rodean y el cielo, casi siempre azul, que las toca. Mi voluntad sintonizó en mi memoria música de fondo adecuada al paisaje. Me dispuse a desconectar del mundo y sus cuitas durante un rato de dolce far niente.


Y llegó un grupo de turistas españoles veinteañeros, chicos y chicas; unos diez. Se sentaron en la mesa de al lado. Como hablaran a voz en cuello, me dije, mi gozo en un pozo. Pero no fue así. Enseguida comprobé que eran jóvenes educados, de la llamada clase media, con anuncios de marcas caras en la ropa y tonos de voz propios del género pijo.

Volví mis ojos a las montañas dispuesta a desligarme de los chicos y del mundo entero y entonces, ¡horror!, en la falda de la montaña que tenía enfrente, aparecieron esos chicos, las cifras de contagiados con el coronavirus, el politiqueo en torno al tema y el monstruo de las tendencias masoquistas que me persigue desde mi adolescencia. Debo aclarar aquí que cuando hablo de masoquismo en este artículo no me refiero a una tendencia sexual; me refiero a algo mucho peor que puede manifestarse en diferentes aspectos de la conducta. Yo nunca he sido sumisa, como podría atestiguar mi padre a quien llevé la contraria desde el mismo día de mi nacimiento, decía él. El masoquismo es un trastorno psicológico de causas y consecuencias muy complejas, difíciles de averiguar y aún más de exponer, como puede comprobarse en los escritos de Freud. En mi caso, se manifiesta en una tendencia prácticamente obsesiva y seguramente, ya irremediable; la tendencia a complicarme la vida.

Intuí que la culpa de que mi mente me negara el descanso que necesitaba era de los chicos de al lado. En pocos segundos me habían proporcionado material suficiente para tenerme todo el día rumiando por los oscuros pastos de la preocupación. Así que, fiandome de que mi memoria me abstraería de los horrores presentes, le ordené que me repitiera la conferencia de Vanessa Redgrave en la Oxford Union Society que había visto el día anterior en YouTube. Los ojos de Vanessa Redgrave son dos pozos sin fondo de aguas verdiazules en los que, quien se sumerge, va descubriendo misterios de la cualidad humana. Mi memoria, que aún me continúa siendo inusitadamente fiel, me reprodujo las miradas y los gestos de Redgrave que siempre me hacen seguir sus palabras con la boca medio abierta. Lo malo fue que también me reprodujo sus palabras. En la conferencia, Vanessa Redgrave habló de refugiados; refugiados judíos de la Alemania nazi, de la Segunda Guerra Mundial; refugiados de la guerra de los Balcanes; refugiados de las guerras, de la miseria, del hambre que hoy expulsan de su país a millones de africanos y de latinoamericanos. Yo pensé, además, en los temporeros que vienen a trabajar en los campos de España, la mayoría sin techo que les proteja ni de los elementos ni de la enfermedad. Los ojos de Vanessa Redgrave hablaban de todos los dolores del mundo que habían contemplado personalmente, con profunda compasión, en los campos de refugiados donde se hacina todo el dolor humano. La conclusión con la que terminó cayó como un golpe brutal en mi cabeza y en mi alma. Nadie se compadece de ese dolor ni hace nada por paliarlo, dijo Redgrave con la voz entrecortada. Los políticos no hacen nada porque ese dolor no interesa a la sociedades acomodadas, es decir, a los posibles votantes. La mayoría de las personas carece de compasión.

Volví los ojos a la mesa de al lado antes de hundirme en el charco de horror y de pena en el que me había hundido la conferencia. El aquí y ahora de unos jóvenes turistas proporciona, sin duda, más distracción que la memoria. Solo que esos jóvenes en particular estaban sentados tan juntos que se rozaban. Todos llevaban mascarillas, unas mascarillas de colores que colgaban coquetamente de sus codos. Pero no parecía haber mucho peligro de riego recíproco de saliva. Todos estaban pegados a sus móviles y apenas hablaban en general, sin mirarse a las caras, para comentar algún mensaje que acababan de recibir. Cuando alguno de esos mensajes era una imagen, el móvil del que la había recibido circulaba por toda la mesa tocado por todas la manos. Llegaron los bocadillos que habían pedido. Un chico mordió el suyo y alabó con tal entusiasmo los bocadillos de pueblo que una de las chicas que se había pedido uno corriente de jamón y queso le pidió probarlo y le arrancó un bocado. Mi memoria, que hacía rato que había apagado la música, me puso la radio sin pedírselo y en mi mente empezaron a sonar los números de contagiados, hospitalizados, fallecidos; los comentarios sobre los peligros del ocio nocturno que justificaban la prohibición de abrir los locales de ocio nocturno, lo que provocaba la desesperada queja de los dueños de locales de ocio nocturno a los que esperaba la ruina. Allí, a pleno día y tomando refrescos sin alcohol, un grupo de jóvenes se arriesgaba a que el virus les confinase o a contagiar a padres o abuelos con unas consecuencias probablemente mucho más graves que el confinamiento.

Empecé a luchar contra mi tendencia masoquista dirigiendo mi pensamiento hacia el imperativo categórico de Kant. Pero a menos que uno sea un filósofo puro, no hay modo de volar por el éter de la razón sin tocar el suelo. Mis reflexiones, que esperaba profundas, sobre la bondad y la maldad moral se quedaron, de repente, sin alas y volví a estrellarme contra la realidad tangible. De la irresponsabilidad de los chicos que me estaban amargando el aperitivo, mi mente se fue a unos cuantos políticos irresponsables por antonomasia de este país: Casado, Abascal, Díaz Ayuso, Aguado, Moreno Bonilla, Torra, y a las terribles consecuencias de su mala gestión o de su falta de gestión alguna en una epidemia que quiere asolar nuestras ciudades y nuestros pueblos. ¿Cómo escribir sobre lo que ha hecho o no ha hecho esa gente sin repetir todo lo que se escribe y se comenta sobre lo que hacen y dejan de hacer?

Me dí por vencida. Al día siguiente, mi imperativo era entregar un artículo a La Hora Digital y, por lo visto, mi mente se negaba a tomarse vacaciones hasta que el artículo no estuviese terminado y enviado. Resignada y en cierto modo orgullosa de mi sentido de la responsabilidad, cogí mi maletín y saqué el cuaderno de notas que me acompaña a todas partes, a todas horas. Saqué la pluma que siempre llevo adentro y con los ojos fijos en la página en blanco me dije que vale, que escribir el artículo sí, pero que repetir las barbaridades y disparates de los susodichos, de ninguna manera. Para eso estaban las redes y para comentar sobre eso, bastaba copiar y pegar, a menos que se investigaran sus asuntos para informar a los ciudadanos. Yo no soy periodista de investigación.

Empecé a describir con pocas ganas la aparentemente inofensiva reunión de chicos que comían alegremente en la mesa de al lado como si los bichos con punchas no existieran. Les observé con atención esperando que la inspiración me llegara como suele llegar mientras se está trabajando, que decía Picasso. En eso estaba cuando un chico que volvía, presumiblemente del baño, fue tocando a sus compañeras en las costillas con dos deditos mientras se aproximaba a su silla. De pronto a mi mente se le ocurrió una evidencia: esos chicos tenían edad de votar.

En los politiqueros empeñados en destruir la democracia y el país con sus hechos, sus omisiones y sus discursos, ya prácticamente no queda nada digno de analizar. Con el tiempo que lleva trabajando un gobierno de izquierdas, los disparates de las derechas se han vuelto tan evidentes que aburren. ¿Qué quieren? Derrocar el gobierno. ¿Para qué? Para ponerse ellos. Hay que ser un fanático o estar muy desinformado para no saberlo. Ahora, lo verdaderamente interesante es analizar el por qué y el para qué que mueve a darles el voto a todos los que dicen en las encuestas que les darían el voto si hubiera elecciones. Esos chicos de la mesa de al lado, por ejemplo.

Puede que los padres de esos chicos, dada su condición económica, voten a las derechas por conveniencia. Nada que analizar y, en cuanto al juicio, es cosa de sus propias conciencias. Y los que no tienen cuentas considerables en los bancos, ¿por qué votan o votarían a las derechas? Siempre he pensado que porque están desinformados y no saben lo que votan o porque son fanáticos franquistas o porque son imbéciles. Hoy la memoria, mis reflexiones y mi incapacidad de dejar de complicarme la vida me han abierto otra posible respuesta. ¿No será por la compulsión del sadomasoquismo moral que el mismo Freud consideraba presente en la mayoría de la población? Quien vota a las derechas contrarias a sus propios intereses, es decir, el trabajador, actúa contra sí mismo. Es decir, consciente o inconscientemente, es masoquista. Y considerando que su elección de esa ideología perjudicará a los trabajadores y a personas vulnerables, puede decirse que, además, es sádico. O sea, que hoy por hoy y visto lo visto en nuestro país, tal vez nuestro futuro dependa de sadomasoquistas con su condición agravada por las consecuencias de una epidemia mortal. Como dice el dicho, que puede decirse sin implicar creencias, por puro miedo y desesperación: “Que dios nos coja confesados”.

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