Seguramente no recordarás quien es Tom Robinson, un hombre negro que es acusado falsamente de violar a una niña en la novela Matar a un Ruiseñor. Estoy seguro de que el nombre del abogado blanco sí que lo recuerdas, Atticus Finch, que acepta defenderlo aunque sabe que es una causa perdida. La novela de Harper Lee ha cumplido sesenta años y en los Estados Unidos siguen los mismos estereotipos morales racistas que observó la autora en su tiempo.
José Miguel Sánchez Guitián, trabaja en AI, vive en Los Ángeles (California). Ha escrito la saga de libros de Flamenco Killer y de Synchro editados por Kolima.
Una hojarasca violenta ha prendido en Estados Unidos con la muerte de George Floyd después de una detención policial muy alejada de las normas de arresto proporcional. Las condiciones que sostenían un equilibrio ficticio y diplomático de convivencia de las dos Américas se habían secado tras la elección de Trump hace cuatro años. Con el virus y la parálisis económica las hojas habían caído prematuramente de los árboles. Un policía de Minneapolis, Derek Chauvin, estrujando el cuello de un hombre de raza negra con su rodilla ha sido el detonante que ha prendido la pira, U.S.Arde.
El viento infinito que azota este país tiene tres componentes que aumenta todo fuego: el miedo, las armas y el racismo. Para el estereotipo ciudadano medio de esta nación, tan mediatizada por el cine y la televisión, todo se divide alegremente entre buenos y malos, o colores, razas, acentos, religiones, coches, profesiones. América es un gran centro de etiquetado. Ellos no quieren que se lo digas pero son, etiquetadores. Ser racista tiene una connotación que muy pocos estaban dispuestos a aceptar. El racismo es parte de una mentalidad enferma, antigua y estéril que todavía se mantiene donde los océanos no llegan. Estados Unidos tiene un porcentaje de la población, muy alto, profundamente racista. Hay estudios que lo sitúan sobre el 30%; gentes que han estado ocultando esa animosidad colonizante del blanco europeo, que se impuso sobre las otras etnias con el poder de las armas. Las mezclas raciales han sido durante mucho tiempo anecdóticas, no ahora. La ya famosa apostilla, “sin complejos”, ha hecho manifestar públicamente sus creencias segregacionistas a muchos sin sentirse abochornados, ni señalados, por ideales que sugieren que su piel les ha otorgado la superioridad.
Por Concha Minguela / Iñaki Xavier Vélez Domingo
Hoy por hoy, y después de sus últimos tweets, cualquier americano que se declare pro-Trump es racista. No todos los republicanos lo son, no todos los demócratas no lo son. Antes esa marea supremacista estaba en la sombra, oculta, consumiendo su bilis con un presidente negro en la Casa Blanca, para muchos insoportable. Llegó el populismo buscando enemigos en los más débiles de la frontera sur. El populismo necesita enemigos y no adversarios; y ahí estaban los afroamericanos siempre aguantando el forzado papel secundario en un país políticamente correcto y donde el que se sale del discurso es apartado. Tengo que confesar que no me gusta la palabra afroamericano, por la misma regla semántica tendríamos que denominar a los blancos como euroamericanos. No seamos hipócritas, dejar el origen “afro” en la diplomática palabra separa a los ciudadanos de piel negra, o cualquier variación de pigmentación, en un paquete que los aleja de los derechos fundamentales, de las mismas oportunidades y sobre todo de no ser prejuzgados. Los hombres negros reciben sentencias de prisión 19,5 % más largas que los blancos con crímenes similares, según un estudio de la Comisión de Sentencias de EEUU.
El problema de muchas de estas demostraciones es que derivan en actos de violencia, de tumultos, asaltos, incendios y barbarie que son utilizadas para argumentar el salvajismo y la represión de esta población. Una realidad: en Estados Unidos hay más negros en la cárcel que en la universidad.
Un policía de calle aquí hace más horas de prácticas en una galería de tiro y dedica más tiempo a plancharse la camisa azul y a ajustarse el chaleco antibalas que a aprender convivencia y comprensión social. La policía americana, ha admitido en sus filas a muchos psicópatas y a muchos supremacistas en busca de una identidad tras una placa y un arma. No son todos, muchos sí. Comprendo que el policía de calle tiene miedo porque el otro está armado y a su vez, el otro tiene miedo porque los agentes de la autoridad tienen el gatillo muy “suave”. Este país tiene cientos de agencias del orden con un total de 800.000 policías en la calle, unos 250 agentes cada cien mil habitantes; España tiene el doble.
El trabajo policial lo definen cinco variables: la formación, el equipo técnico, las condiciones laborales, los índices de delincuencia y la más importante, el entorno de respeto y consideración en su comunidad. Me dijo una vez un muy buen amigo policía: “Dime como detienes y te diré que tipo de policías eres”.