Cada vez se evoca más la guerra fría para describir el estado actual de las relaciones entre las dos principales superpotencias (o la superpotencia y la aspirante) mundiales: Estados Unidos y la República Popular de China.
La crisis del coronavirus ha agudizado una disputa que venía desarrollándose en los meses anteriores (disputa comercial más o menos aguda, tensiones por el despliegue militar chino en aguas internacionales frente a sus costas y las de sus vecinos, flirteos diplomáticos con los rivales regionales de Washington, acercamiento táctico a Rusia, etc.). Mal que bien todas estas incomodidades se iban gestionando, aplicando correcciones diplomáticas a los faroles políticos, en particular en el dossier comercial. Obviamente, la intemperancia y la incoherencia de la (des)administración norteamericana impregnaba la tranquilidad de una pegajosa incomodidad.
Lo que la alarma sanitaria ha provocado es un desequilibrio a favor de las maneras fuertes, de los retos testosterónicos, de las miradas de western por parte del presidente hotelero, cada día más inverosímil en su condición de dirigente. O como ha dicho Obama estos días, incapaz incluso de pretender que es un dirigente.
Los chinos, con su habitual templanza, amparada por la falta de controles internos, juegan a ridiculizar las bravatas norteamericanas, a hurgar en las divisiones transatlánticas, a llenar el vacío de liderazgo (1) y a arrimar dinero hacia las agencias de ese orden internacional que el Washington de la posguerra inspiró y que el Washington convulso actual desdeña. Hay abundantes ejemplos de esta paradójica inserción de Pekín en la arquitectura capitalista liberal. El compromiso de financiar con 2 mil millones de dólares adicionales la investigación de la OMS sobre el virus maligno es la última de ellas.
En la actitud beligerante de Trump y sus escuderos (Pompeo, Navarro, Pöttinger, por mencionar los más vocingleros) hay poco de visión estratégica y mucho de electoralismo en corto, que es lo que al inquilino de la Casa Blanca únicamente interesa y comprende. A su base electoral y a los arrimados republicanos les importa tan sólo que en la Casa Blanca haya alguien que no se achante, sin medir las consecuencias.
Por esa razón, y otras relacionadas, China será el gran tema de campaña del presidente combativo. En torno al peligro amarillo girará toda la retórica o demagogia. Pieza clave de ello será la consideración de Joe Biden, el virtual candidato demócrata, como parte del problema: por su blandura o incluso por su complicidad con el enemigo. Ya ha empezado la traca de twiters y de escaramuzas telecomerciales. En esta clave hay que ver los ataques paranoicos contra Obama de los últimos días. Biden, número dos del presidente afroamericano, será presentado como una marioneta suya, pero por encima de ambos, la siniestra orquestación de Pekín y su designio de debilitar a América y arruinar a los americanos.
Este esperpento, que no discurso (le falta coherencia argumental), empuja al G-2 hacia un escenario no de guerra fría, sino de guerra congelada, de hielo. Sin duda, hay semejanzas entre este arranque de siglo y la segunda mitad del XX. Pero el mundo es distinto y la China de hoy no es la URSS de entonces. Las economías norteamericanas y soviéticas nunca estuvieron conectadas, mientras que las dos superpotencias actuales son polos insustituibles de la actual globalización. Si la receta Kennan sobre el containment de una URSS en expansión condujo a la guerra fría, es de esperar que las contradicciones de la rivalidad china-americana de estos días no permita pasar del punto de congelación de un conflicto latente pero controlado (2).
El pulso Washington-Pekín mantiene en guardia a los actores internacionales que gravitan en torno a la energía desprendida de esa confrontación: los aliados europeos y asiáticos de Washington, los clientes subsidiarios de la expansión china (el entramado de países atados a la moderna ruta de la seda y otras iniciativas similares), y terceros países que contemplan a Pekín como un pivote de compensación en el (des) equilibrio planetario.
La política de confrontación que la campaña electoral norteamericana puede agudizar insistirá en el decoupling, el desacoplamiento entre las economías de ambos países, tras cuatro décadas de largo y paciente proceso de interdependencia (3). Ese es el objetivo de los halcones de la Casa Blanca. Por pánico o por cálculo, algunas grandes empresas ya están haciendo planes de contingencia para trasladar sus centros de operaciones de territorio chino e instalarlos en otros países asiáticos más templados o amigables (eso incluye Vietnam, gran paradoja de la historia, país todavía formalmente comunista, pero enemigo tradicional del gigante del norte).
Sin embargo, no pocos economistas llaman la atención sobre la inutilidad de este empeño. Hay demasiados intereses compartidos en la estructura actual de la globalización como para que el decoupling se pueda producir con eficacia. Puede ser más grande el daño que el beneficio, porque también perjudica a los americanos, como dice un analista del muy conservador Instituto Cato (4).
Curiosamente, China contempla este despliegue de agresividad norteamericana con la paciencia estratégica habitual, que no hay que confundir con condescendencia (4). Xi Jinping es ya un presidente vitalicio, o puede serlo, si la crisis de sistema no se profundiza y los mecanismos represivos funcionan medianamente. Pese a la severa llamada de atención que ha supuesto el coronavirus y las pesadas consecuencias que arrastrará, Xi sigue convencido de que este será el siglo de China y a él le corresponde poner las bases de ese liderazgo. Sea así o no, parece que estamos en el momento Sputnik de China, como dice el economista Branko Milanovic (5). El actual gran timonel sabe que, gane quien gane en las elecciones de noviembre, tendrá que lidiar con un ambiente hostil a China en la Casa Blanca. Biden puede desinfectar de estupidez el despacho oval, pero previamente tendrá que comprar cierta retórica de firmeza hacia Pekín, porque necesita el electorado victimista y victimizado de su rival republicano (6).
En lo que el candidato demócrata puede separarse más claramente de Trump es en la relación con los aliados. No es fácil construir un relato de fortalecimiento de América a partir de la recuperación de los lazos que han hecho fuerte el orden liberal internacional. Por muchos problemas que haya con los europeos por el reparto de la carga defensiva (frente a Rusia, se supone), está cantada la recuperación de una estrategia común para frenar la tendencia china a no respetar las reglas del comercio internacional o de la propiedad intelectual.
Con los asiáticos se puede decir lo mismo, pero debe añadirse el decisivo aspecto del riesgo acrecentado de la inseguridad. Japón, Corea del Sur, Filipinas (incluso el ya mencionado Vietnam) se sienten amenazados por el despliegue naval chino en la cadena de islotes de los mares interiores compartidos con el coloso regional. Durante la crisis sanitaria, se ha reforzado el dispositivo militar chino en la zona (7). Pero los gobiernos de la región se han sentido tan alarmados por esto como por la desenfocada actitud de la Casa Blanca, que insiste en que sus aliados paguen más por su protección y dejen de depender del amigo americano.
NOTAS
(1) “China is happy to fill the leadership vacuum left by the U.S.”. DER SPIEGEL, 6 de mayo.
(2) “The source of China’s conduct. Are Washington and Beijing fighting a new cold war?”. ODD ARNE WESTAD. FOREIGN AFFAIRS, septiembre-octubre 2019.
(3) “The great decoupling”. KEITH JOHNSON y ROBBIE GRAMER. FOREIGN POLICY, 14 de mayo.
(4) “Making China pay would cost americans dearly”. DOUG BANGOW. FOREIGN POLICY, 5 de mayo.
(5) “Is the pandemic China’s sputnik moment? What a virus reveals about two systems”. BRANKO MILANOVIC. FOREIGN AFFAIRS, 12 de mayo.
(6) “What does Washington want from China? Pique is not a policy”. CHRISTOPHER HILL. FOREIGN AFFAIRS, 11 de mayo.
(7) “Under cover of pandemic, China steps up brinkmanship in South China sea. ROBERT A.