Publicado el 16 de marzo a las 22:20
Encerrados, todos encerrados por el miedo a la enfermedad y a la muerte. El encierro obligado irrita, deprime. Después de la pena capital, es el peor castigo que el poder concibe contra aquellos que infringen las leyes, justas o injustas, que gobiernan a la sociedad. El preso, inocente o aun sabiéndose culpable del delito por el que le han condenado, increpa a la Justicia por encerrarle. ¿Qué hice para que pusieran a mi vida tanta cárcel?, preguntaba a Dios y al mundo Miguel Hernández. El confinado hoy en su casa no tiene ni siquiera el desahogo de culpar de su pena a un juez o a un régimen.
La culpa es de un virus que está matando en el mundo entero a miles que no pueden o que no quieren encerrarse para huir de su amenaza. Quien hoy está encerrado en su casa por obligación vive su encierro con la amargura de un preso. Quien vive su encierro con la convicción de que es necesario porque valora su propia vida y la vida de los demás, tiene al menos el consuelo de la satisfacción que le proporciona su propia conciencia; saberse solidario, saberse humano.
Pero no es solo el encierro físico el que afecta, ni siquiera es el que afecta más. El encierro más grave, más dañino es el que afecta a la mente. La mente del fanático encerrada con el objeto de su frenesí y la mente que se encierra con ideas preconcebidas y es incapaz de dar un paso adelante para reconocer su error, ni siquiera pueden aliviar su agobio con la esperanza de salir de su encierro, como Lázaro de su tumba, y echarse a andar. Sus ideas les paralizan. Estando en una celda o al aire libre, no tienen esperanzas de ir haciendo camino hacia el futuro aprendiendo, evolucionando, entrenando su mente con la esperanza de llegar a ser la persona que les gustaría ser.
Ni sorprende ni impresiona comprobar la cerrazón mental de líderes de la oposición que solo tienen entre ceja y ceja hundir al gobierno porque les resulta insoportable la idea de pasar cuatro años soportando la primacía del presidente. Han llegado a tal punto en insultos y mentiras que nadie con un mínimo de sensatez les hace caso. Las críticas de Pablo Casado a la lucha del gobierno contra una pandemia que amenaza la vida de medio mundo, han llegado al nivel de berrinche de niño maleducado, y la mayoría no se las toma en serio. Las de su portavoz, menos aún. En sus esfuerzos por cargar sus palabras de dramatismo, se ha convertido para las audiencias en una mala actriz de películas de terror de serie B.
Lo que impresiona, aunque no sorprende, es que tanto la prensa amarilla como la supuestamente seria suelte críticas al gobierno y a su presidente con el entusiasmo de esos niños que en otras épocas vendían periódicos por las calles pregonando titulares para atraer la atención de los transeúntes. No sorprende en la prensa amarilla porque ya tienen acostumbrados a sus lectores, oyentes y televidentes a soltar paridas contra el gobierno sin preocuparse de que algún otro medio revele su mendacidad. La mayoría del público, coligen, pone atención al morbillo mientras duran el enunciado y el comentario de la noticia, y después no se vuelven a acordar. No sorprende en la prensa supuestamente seria porque en su afán de exhibir equidistancia para que no les acusen de parciales a una ideología, cuando los hechos les obligan a estar de acuerdo con el gobierno, utilizan el sí, pero no, diluyendo la alabanza con una crítica negativa. Lo que sorprende es que profesionales de prestigio a quienes nadie discute su rigor y su honestidad desciendan a la clase de tertulianos del montón.
Hoy me ha sorprendido y me ha impresionado leer y oír a firmas de las consideradas intocables y, por lo tanto, incuestionables, criticar la actuación y las medidas del gobierno en esta crisis gravísima que afecta a la salud de toda la población; críticas a la altura de los tertulianos más mediocres. Uno de estos ilustres de la comunicación empezó su columna enumerando los graves errores que cometió el gobierno, como autorizar la manifestación del 8 de mayo o tardar indebidamente en implantar medidas necesarias. Párrafo seguido, se lanzó a criticar a la oposición y, en el siguiente, a los ciudadanos. O sea, ningún títere con cabeza para que no se diga. Pero la sorprendente y aplastante mediocridad de su escrito salta en el siguiente párrafo con un recurso retórico que tal vez empezó a usarse en los primeros textos sumerios. Dice que el análisis de lo pasado puede esperar. Y si puede esperar, ¿por qué, carajo, no esperó a enumerar y criticar desde el primer párrafo los fallos pasados del gobierno? No digo que este excelente periodista enfocara mal su artículo de hoy, digo que no lo enfoco bien, que no es lo mismo. ¿Vale?
Estamos encerrados, algunos para que no les pare un policía en la calle y les obligue a meterse en su casa; otros, por respeto a sí mismos y a los demás. Cabe suponer que los unos y los otros ocupan su tiempo de manera muy diversa. Habrá quien recurra a series, películas, juegos on line para que el tiempo pase sin incordiarles haciéndose sentir, haciéndoles pensar que está pasando, y con él, su vida, sin pena ni gloria. Habrá quien no sienta el encierro de su cuerpo porque no hay fuerza humana ni animal ni virus que pueda privarle de la libertad de su mente. ¿Quién encierra una sonrisa? ¿Quién amuralla una voz?, preguntó Miguel Hernández a sus carceleros, a todos los carceleros del mundo.
Bienaventurado aquel que aprovecha su encierro para sentirse uno con los que sufren, uno con los que luchan de una forma u otra y con todos los medios a su alcance por aliviar el sufrimiento de los demás. Cuando se abran las puertas, esos no tendrán ningunas ganas de exigir cuentas al pasado. Esos saldrán con un conocimiento mucho más profundo de lo que es la verdadera libertad y de lo que verdaderamente significa amarse a sí mismo y a los demás. En ellos volverá a sonar el eco de la voz del cabrero de Orihuela: Libre soy, quiéreme libre, solo por amor.