El coronavirus o COVID-19, está causando un desbordamiento mundial de alcantarillas. Por las calles de los cinco continentes están corriendo las aguas fecales y toda la inmundicia que la hipocresía ocultaba bajo la superficie. No es nuevo el fenómeno. Las epidemias suelen inundar calles y casas de pánico dejando, en cuanto se retiran, un panorama lleno de mierda como tras toda inundación por desbordamientos fluviales.
En uno de los programas de entrevistas y tertulias que me conectan con el mundo cada mañana, oigo al presentador comunicarnos que la situación creada por el coronavirus le hizo pensar anoche en La peste, de Albert Camus, y explicarnos, acto seguido, qué le hizo llegar a su culta asociación. Me sacó una sonrisa. Si hubiera leído en este diario mi artículo del 2 de febrero: De ratas y banderas, tal vez su mente no habría tardado más de un mes en establecer la relación. Pero es comprensible que un comunicador de gran importancia no tenga tiempo de leer todos los artículos que se publican, y que él y su equipo se limiten a leer y citar aquellos que aparecen en las cabeceras más campanudas. Por si acaso el asunto despierta la curiosidad de algún lector, aquí pongo el enlace a aquel artículo. https://lahoradigital.com/noticia/24940/de-ratas-y-banderas.html No va de virus. O sí. Va del virus que nació incrustado en la especie humana y que incrustado sigue sin que haya vacuna ni remedio que pueda acabar con él: el virus de la discordia.
Los medios más campanudos -con más lectores, escuchantes, audiencias- nos están metiendo a todas horas entre pecho, espalda y cerebro que estamos sufriendo el ataque de un terrible virus que amenaza diezmar a la población mundial, como antaño la peste negra. La horripilante enfermedad que produce el coronavirus, con síntomas muy similares a la gripe que causan otros virus todos los años, se ha cobrado en España, desde la aparición del primer caso, veintiún fallecidos. La gripe con la que estamos acostumbrados a convivir todos los inviernos causó el año pasado en España 6.300, seis mil trescientos muertos. ¿Armó entonces la prensa el alboroto que hoy hace temblar de pánico a, por lo menos, la mitad de la población? Pues, no; la gripe ya está muy vista y no entretiene.
Todos los años, en cuanto el invierno activa a esos bichos patógenos, cada cual entierra a sus muertos sin alharaca, qué se le va a hacer. Generalmente, los muertos son viejos con el organismo muy cascado o jóvenes con otras patologías. Ah, pero es que el coronavirus es exótico, desconocido y no hay vacuna. Tampoco había vacuna contra la gripe y se descubrió, como pronto se descubrirá la vacuna contra el virus chino, tal vez mucho antes de que cause los estragos que la gripe sigue causando, y a otra cosa, mariposa, que algo habrá que encontrar para mantener al personal hipnotizado ante las pantallas de móviles y televisores.
En España, el gobierno central, los autonómicos y los expertos están reaccionando con una serenidad ejemplar. No estamos en situación de alerta, dicen, estamos en contención. ¿Y eso qué quiere decir? Que hay que tomar precauciones –descubrieron el huevo-, que hay que lavarse las manos –coño, lo que me enseñaron las monjas en mi más tierna edad-, que no hay que acercarse a los que están tosiendo o estornudando y no se tapan la boca con lo que sea -¿quién se expone a que un guarro le sople saliva y mocos a la distancia de un beso?-. En fin, que nada, que nos cuidemos y ya está. Pero mientras tanto, a los que tienen la desgracia de sufrir síntomas de gripe y les diagnostican la presencia en su cuerpo del coronavirus, les encierran en su casa para que solo contagien a su familia; y si hay varios en un hotel o en un barco, les encierran en el barco o en el hotel para que contagien solo a sus compañeros de turismo; y si hay varios en un pueblo, cierran la entrada y salida del pueblo para que solo se contagien los vecinos: y si tienes la desgracia de vivir en Italia, cierran el país para que solo se contagien sus habitantes.
Las consecuencias personales y sociales de esos aislamientos se están demostrando muchísimo más dramáticas que los efecto del virus. Resulta que los divorcios están aumentando exponencialmente en China. Se ve que las parejas, al verse confinadas en su casa todo el día de día tras día, de pronto descubren que no se aguantan. Veremos qué pasa si esos confinamientos caseros se generalizan en Europa. Pero las consecuencias mortales para la convivencia no se limitan al confinamiento. Muchas parejas no confinadas en las que los dos o uno de los dos son aprensivos, están sufriendo trastornos de diversos tipos por abstinencia sexual. Personas respetables a quienes se suponía honestidad están robando mascarillas de hospitales. Fabricantes, distribuidores y dueños de farmacia con trayectoria profesional intachable han mandado sus valores a hacer puñetas para sacar tajada de las circunstancias subiendo astronómicamente los precios de mascarillas y desinfectantes. Destaca, además, la ineptitud o la chifladura de ciertos gobernantes que decretan el cierre al público de los estadios donde se celebren importantes eventos deportivos, permitiendo, sin embargo, que la ciudadanía se contagie en transportes públicos. El 8 de marzo, por ejemplo, los que mandan llegaron al colmo de la insensatez. Cientos de miles de mujeres y algunos hombres se manifestaron por las calles de todo el país exigiendo respeto a la igualdad de hombres y mujeres. Ningún gobernante se atrevió a prohibir esas manifestaciones. Pero he aquí que en Barcelona se prohíbe una maratón de resonancia mundial. Porque vienen muchos extranjeros, dicen. ¿Y no había extranjeros en las manifestaciones del Día de la Mujer? Lo que no se puede negar porque consta en vídeos es que había personas mayores, o sea, población de riesgo. Una señora de 94 años, por ejemplo, iba tan ufana entre la multitud en una silla de ruedas empujada por una joven, exhibiendo un gran cartel en el que pregonaba su edad. No llevaba mascarilla.
Hoy, a estas horas, dieciséis millones de italianos están aislados; para no contagiar el virus al resto de los europeos, será. También hay miles de refugiados de distintas tristes nacionalidades en Grecia, en Turquía, en Jordania, en el Líbano. Esos no pueden contagiarnos. Están confinados. Su enfermedad es más peligrosa que cualquier virus. Están enfermos de pobreza extrema. Aquí se cierran las guarderías, los colegios, las universidades durante catorce días. Pánico general en las casas por no saber qué hacer con los niños durante un período tan larguísimo de tiempo. En los campos de refugiados no tienen ese problema. No tienen ni guarderías ni colegios ni universidades que cerrar. Aquí se hacen colas en los supermercados para llenar despensas y neveras por si acaso. Allí hacen colas todos los días para comer un poco de algo si alguna organización se pone a repartir comida. Parece que el viajero virus ha llegado a Burkina Faso. Difícilmente se tomen allí medidas para defender a su población del contagio. Burkina Faso es uno de los países más pobres del mundo, así que si el virus merma la población, un problema menos para el resto.
Como todo lo que pasa en nuestro ancho mundo, la epidemia que hoy nos aqueja y nos descuajeringa tiene fuertes vínculos con la política y la economía. Ayer, sin ir más lejos, el líder de la oposición, Don Pablo Casado Blanco, presidente del partido ultraconservador, desgranó ante la prensa su plan de choque contra el coronavirus. Alguna de esas medidas incluyen que no se revierta la reforma laboral del PP -reforma que creó una masa de trabajadores pobres, que permitió un aumento de la riqueza de los ricos en plena recesión y de desigualdad a extremos desconocidos-; reducir a la mitad el impuesto de sociedades y suprimirlo en zonas de cuarentena; aplazar cobro de IVA a empresas; suprimir medidas fiscales en materia tecnológica, financiera y medioambiental y un largo etcétera, en fin, de medidas económicas. ¿Alguna epidemiológica? No, ¿para qué? Todos sabemos que si le va bien a los ricos, va bien el país, y si va bien el país, hasta los pobres están contentos; no hay más que ver la cantidad de pobres que vota por Trump en Estados Unidos y los que en España votan por las tres derechas. Es el fenómeno del comprador de lotería y de los aficionados a ojear revistas como el Hola. Mientras el pobre tiene el billete en la mano, puede soñar que le toca. Mientras ve en las revistas grandes mansiones y mujeres vestidas por importantes modistos y hombres y mujeres en coches de alta gama, el pobre puede imaginar que un día tendrá todo eso.
Pues nada, a acumular mascarillas y a llenar neveras y a negarle la mano al conocido y el abrazo al amigo; a dejar que el pánico apriete los granos que afean el alma y salga el chorro de pus del egoísmo y la hipocresía. Tal vez cuando esto acabe -y acabará cuando el poder financiero se vea con el agua al cuello- a muchos les dé por ponerse a limpiar la porquería para que sus casas queden más limpias, para que sus conciencias les digan que ha valido la pena no sucumbir al virus porque sus vidas son necesarias para que ellos y los suyos puedan vivir en un mundo con menos mierda soterrada; en un mundo en el que a los seres auténticamente humanos les dé gusto vivir.