Era yo muy joven cuando me metí en el Orán de La peste de Albert Camus; una ciudad tomada por las ratas que llevaban por todos los rincones las pulgas de la peste esparciendo la enfermedad y la muerte. Para algunos, la novela de Camus era una alegoría. Se le buscaron y se encontraron diversos significados. Yo me quedé con los que vieron una alegoría del nazismo que se extendió por Europa y con el que no se pudo acabar antes de que matara a millones de personas.
Ayer sábado, al despertarme y encender la radio, los caprichos de mi memoria me llevaron a la Orán de Camus y, por si tenía poco para angustiarme, me sobrecogió la sensación de estar girando en un bucle. Me había dormido poco después de que las campanas del Parlamento británico dieran la hora en que el Reino Unido se separaba de Europa; en que volvía a encerrarse en su isla para celebrar el orgullo de su imperio fantástico. Ahora resulta que Escocia e Irlanda del Norte quieren convertir el nombre del Reino Unido en una broma. Ambas piden referéndums para separarse. Como en Cataluña.
Volví a oír en mi memoria las palabras de Oriol Junqueras, lo volveremos a hacer; las estupideces de QuimTorra, President de la Generalitat por la gracia del capricho de otro que también llegó a la Generalitat por el capricho del que, habiendo organizado la debacle de la independencia, no obtuvo votos suficientes para conducir al poble de Cataluña a través del Mar Rojo hacia la tierra prometida de una Cataluña independiente, libre, sola, y nos dio a Puigdemont para que concluyera su gesta. La radio me recordó que Puigdemont, el genio que elevó una fuga a la categoría de exilio y al fugado a una especie de monarca destronado por las fuerzas opresoras de España, prepara para dentro de poco un gran espectáculo en el sur de Francia, o en la Catalunya Nord, como quieren los que llevan tres siglos montados en la misma noria. Otro espectáculo más. Volarán las banderas de miles de catalanes oprimidos llenando el cielo francés de estrellas que iluminarán las portadas de los periódicos españoles y alguna página interior de algún periódico extranjero repitiendo, por enésima vez, que los catalanes piden libertad para auto determinarse.
Y mi memoria me devolvió otro recuerdo que vive conmigo, que no se deja olvidar, que no olvidaré hasta que me vaya a la otra dimensión. Volverán banderas victoriosas…me cantaba mi madre con el mismo entusiasmo con que me cantaba ¡Arriba parias de la tierra. En pie famélica legión! Mi madre no distinguía entre azules y rojos. Tenía once años. Cantaba las canciones que oía a los unos y a los otros para paliar el terror cuando caían las bombas en la calles de Madrid y ella corría con su madre hacia el refugio.
Banderas con yugo y flechas, esteladas, con hoz y martillo, rojigualdas con o sin águila, qué más da. Las banderas han servido desde siempre para lo mismo: identificar y separar a los nuestros de los otros; identificarse para saber quién es el enemigo que se debe aplastar y evitar que un amigo se confunda y te aplaste.
Las banderas se me confunden en los giros de mi bucle. Veo miles de rojigualdas en un mítin de los actuales salvadores de la unidad de la patria y la memoria me devuelve una imagen que hace muchos años fue reconstruyendo mi imaginación mientras me la describía William Schirer en su libro sobre el Tercer Reich. En una aciaga noche berlinesa, bajo la ventana del hotel donde vivía el periodista americano, desfilaban las tropas nazis con antorchas, y miles de banderas con esvásticas negras presagiaban el incendio de toda Europa. La descripción de ese desfile me hizo vivirlo en mi imaginación como si lo estuviera viendo y compartí el miedo de Schirer y el de tantos que debían haberlo sufrido aquella noche.
La noche del viernes, miles de británicos celebraron el triunfo de su retorno al insularismo ondeando la Union Jack. La Gran Bretaña volvía a ser libre, gritaban, libre de Europa. Y otra vez la memoria se me fue sesenta y un años atrás cuando aterricé en un país que se llamaba Estados Unidos de América, en un colegio en el que las clases empezaban por las mañanas con todas las alumnas de pie y con la mano derecha puesta sobre el corazón jurando lealtad a la bandera. Me aprendí el juramento enseguida. A los diez años se aprende cualquier cosa. A los setenta y uno, cualquier cosa pone a trabajar la memoria como si se apretara un botón. Pero la memoria no responde con la precisión de un ordenador; responde como le da la gana con lo que le da la gana. La noche del viernes, la mía me amargó con la cara de Boris Johnson coronada por una maraña de pelos rubios, como si en el Reino Unido no hubiera peines ni gomina, y a esa cara se superpuso la de Donald Trump, con sus muecas histriónicas, coronada con los pelos largos color de Johnson que cubren su cabeza monda y lironda. Los dos tenían cara de amenazadora mala leche. Los dos pregonaban la grandeza de sus respectivos países dispuestos a cegar al mundo con el resplandor de su gloria. Lo más aterrorizador eran las palabras de Boris Johnson en el discurso en el que anunciaba la ruptura del Reino Unido con Europa. “Este es el amanecer de una nueva era”, dijo. Esas palabras me recordaron la exclamación de Miranda en La Tempestad de Shakespeare: “¡Oh, espléndido mundo nuevo, que alberga tan maravillosas criaturas», (traducción de Luis Miracle). Las criaturas que Miranda consideró maravillosas eran unos náufragos movidos por la ambición, el odio, la traición, las tentativas de asesinato.
No pude más, y como mi memoria entendió que no podía más, tuvo a bien aliviarme con el recuerdo de una chirigota de Cádiz cuyo vídeo me hizo más llevaderas las preocupaciones, hace unos días, en Twitter. Aparece un grupo de personajes esperpénticos con disfraces horripilantes exhibiendo la historia de la humanidad, desde una momia egipcia hasta Napoleón, pasando por todo lo imaginable en la pesadilla de un historiador trastornado. Cantan a la bandera, a la gloriosa rojigualda con la que últimamente intentan conquistarnos y amenazarnos los del partido de los machos muy españoles y sus acólitos. Cantan, “…Cuando te echen de tu casa, acampa con la bandera…Cuando te falte hasta el pan, bandera vuelta y vuelta pa’ almorzar y pa’ cenar.”
Amanecí en Orán, ciudad sembrada de ratas muertas, víctimas de sus propias pulgas, y de ratas vivas empeñadas en contagiar su muerte; ratas que un día llevaron a aquel Orán el amanecer de una nueva era de terror, de odio, de sálvese quien pueda.
¿Por qué ocurrió aquello? ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué seguimos girando por los siglos de los siglos en el mismo bucle de dolor como si no supiéramos vivir de otra manera? Otra vez mi memoria salta por sus fueros. Ahora me lleva a un colegio de Caracas. Todas las niñas estamos formadas en el patio cantando el himno nacional. Me vuelve un verso, “…el vil egoísmo que otra vez triunfó”. Esa parece ser la respuesta que lo explica todo.
Cuando me tocó cantar aquello, Venezuela se había librado hacia poco de un dictador y estrenaba democracia. ¿Dónde está ahora? ¿Cómo? El país cuya bandera juraba yo respetar cada día me enseñó que el honor, la honestidad eran valores fundamentales que una persona no podía traicionar sin traicionarse a sí mismo. Hoy tiene como presidente a un individuo sin valor moral alguno y el Senado impide que se le juzgue porque los senadores de su partido han renunciado a sus principios. ¿Y Johnson? Le quedan varios años para hacer con sus votos lo que le salga del pelo. Mientras consiga mantener deslumbrados a los británicos con la gloria de su imperio insular, seguirá conservando la adhesión de la mayoría de sus patrióticos votantes. ¿Y en el resto de Europa? Está por ver. Hace un tiempo la peste se desató en Hungría, en Polonia. Italia pareció superarla hace poco, pero, ¿le durará la buena salud?
La salud de Europa, del mundo más o menos democrático, depende de los votos de analfabetos políticos a los que las banderas emocionan y engañan; dependen del entendimiento de Mirandas hembras y Mirandas machos que al ver tipos fornidos y osados, dispuestos a cargarse a emigrantes indigentes, a mujeres indefensas, a toros, a perros y a cuanto bicho se les ponga por delante siempre que lleven cargados sus puños y sus fusiles, exclamen: “¡Oh, espléndido mundo nuevo, que alberga tan maravillosas criaturas».
En Europa, en el Reino Unido, en América, en España, esas maravillosas criaturas esconden bajo sus pelos y sus barbas las malas pulgas que desataron la peste en Orán, en todos los alegóricos Orán hoy sometidos al vil egoísmo del dinero. ¿Tendrá remedio la epidemia? ¿Podrá detenerse antes de que acabe con nuestra civilización transformando el mundo en un campo de guerra inhabitable? Para no abandonarnos a la desesperación, hay que recordar una conclusión de Camus a su Peste: “En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.
Creamos, pues, en el hombre, macho y hembra, y sigamos trabajando por él, por ella, por nosotros. Despreciemos a las ratas hasta hacerlas volver a sus madrigueras.