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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

¿A qué llaman política?

¿A qué llaman política?

Estamos asqueados, cabreados, saturados, hartos de la mayoría de los que, llamándose políticos, insultan nuestra inteligencia y nos desprecian tratándonos como populacho con bajo nivel intelectual y escasa capacidad de comprensión. Pero esos políticos que montan su propaganda confiando en la imbecilidad de sus destinatarios no suponen un peligro grave. Casado y Rivera, por ejemplo, sueltan paridas y mentiras de tal magnitud que ya no pueden tomárselas en serio ni sus incondicionales. Prueba de que la mayoría no tragó fue el penoso resultado que obtuvieron en las elecciones de abril: 66 y 57 diputados respectivamente. A las paridas de Abascal y sus lugartenientes, por otro ejemplo, solo se las toma en serio quien adolece de fanatismo obnubilante; una minoría todavía muy minoritaria, gracias a lo que cada cual crea que nos protege. ¿Por qué preocuparnos entonces? Los comediantes metidos a políticos no pueden llegar más allá de alterarnos el humor y los nervios. ¿No pueden?


Los ciudadanos asqueados, cabreados, saturados y hartos son los que suelen no votar por haberse convencido de que todos los políticos son iguales. Esos son los deseados por los politiqueros. Para esos escépticos estaba diseñada la campaña de insultos, mentiras y disparates con los que Casado, Rivera y Abascal bombardeaban los micrófonos para divertir a su público y a las audiencias. Una mayoría de desencantados podría darle una mayoría a la abstención. Entonces, ¿quiénes son los que votan? Votan, por un lado, los ciudadanos conscientes de su responsabilidad de ciudadanos y de la importancia y consecuencias del poder de elegir a sus gobernantes; un grupo aún más minoritario que el de los fanáticos. Por otro lado, votan los incondicionales históricos de un partido que a ese partido votarían aunque el candidato fuera un chimpancé; los fanáticos de una determinada ideología que nunca cuestionan sus dogmas; los que se dejan convencer de que fuera del partido que les convence, el caos destruirá al país con ellos adentro y que el único modo de salvarse del desastre es votando al candidato que les ha prevenido y convencido. Puesto que el grupo de los responsables es muy minoritario, los abstencionistas y los demás forman una mayoría aplastante; una mayoría que puede aplastar la democracia, que puede aplastar la libertad.

El deseo de libertad, de luchar por la libertad es frágil, muy frágil. Se rompe fácilmente cuando cierto tipo de perezosos se percata de que la defensa de la libertad exige responsabilidad. Esa pereza tiende a extenderse como una epidemia cuando al individuo se le ofrecen cosas que procuran satisfacción inmediata sin ningún esfuerzo o cuando el individuo no tiene acceso a esas cosas o teme perder las que tiene. O sea, cuando el mercado consigue imponer una sociedad como la nuestra. Hoy son pocos los que se sienten y quieren hacerse responsables de asuntos ajenos a su propio aparato digestivo y, a todo tirar, al de su familia. Son de la índole de Sanchica Panza, la espabilada hija de Sancho, tan aficionada a los refranes como su padre, que viéndose en la gloria de un buen coche exclamaba, ándeme yo caliente y ríase la gente. El refrán, en su contexto, apunta al carácter independiente de una persona que no se deja llevar por las opiniones de los demás, pero con el paso de los siglos y de las amarguras, lo de la independencia se ha fundido con el egoísmo y el refrán, en otro contexto, ha venido a significar: “ándeme yo caliente, y a los demás, que les den”. Valiente estupidez. Cuando la solidaridad se quiebra, cada cual queda a merced de sus propios recursos sin que pueda esperar ayuda de una mano ajena. Cuando llegan al poder políticos que denuestan la solidaridad predicando que atenta contra la libertad individual, nos la dan a todos.

Ese es el grave peligro que se esconde tras los discursos disparatados y hasta risibles de los políticos que en nuestro país van de defensores del liberalismo; de la libertad libre de la responsabilidad colectiva. Nos quieren libres, sí, libres de ganar libremente todo lo que pueda cada cual, y eso suena muy bien. Pero el discurso lleva una glosa que los liberalistas, mal llamados liberales, ocultan porque a muchos, muchísimos, les puede sonar mal, muy mal. A quienes por culpa de la suerte, ausente o mala, o por circunstancias adversas no sepan o no puedan ganar, el liberalismo también les quiere libres, libres de pudrirse en la miseria de sus propias valvas.

Los que hoy predican el liberalismo no son los que hace ya tiempo se llamaban liberales. Los liberales nacieron contra el conservadurismo que quería conservar los privilegios de los privilegiados de siempre. Ser liberal era ser humano en el sentido literal del término y en todas sus acepciones, incluyendo el adjetivo. Hoy llamarse liberal es una advertencia para echarse a correr. ¿Liberal para qué? Para dar libertad absoluta a los que tienen o pueden hacer dinero, derogando todas las leyes que obligan al estado a velar por y a defender la libertad, la igualdad y el bienestar de todos, tengan o no tengan. Pero, ¿para qué sirve entonces la política sino para procurar el bien de todos los ciudadanos? ¿A qué llaman política los que se llaman políticos teniendo como fin de su actividad política solo su propio bienestar y el de sus partidos?

Albert Rivera se predica liberal y amante de la democracia, pero ignora a la mayoría de votantes que eligieron a Pedro Sánchez para presidir el gobierno del país. Albert Rivera no ha parado de atacar a Sánchez después del veredicto de las urnas; un ataque tan virulento, que en vez de manifestar discrepancia ideológica parece el berrinche de un amante despechado. El triunfo de Sánchez ha derrumbado toda la contención que a Rivera pudiese quedarle, hasta tal punto, que en las redes se cuestiona su equilibrio mental. ¿A alguien en su sano juicio se le puede ocurrir hacer un llamamiento a los del PSOE para que renieguen del hombre que acaba de llevar el partido a la victoria electoral? A Albert Rivera.

Pablo Casado parece estar aprendiendo que ser líder de la oposición exige cierta compostura. El batacazo electoral parece haberle contenido la lengua y las ganas de exponerse en público. No consigue, sin embargo, ubicarse bien en la realidad. Negándose rotundamente a permitir la investidura de Pedro Sánchez, contribuye a que tengan que repetirse las elecciones. Todas las encuestas predicen que Casado pierde votos. Pues bien, no se lo quiere creer. A juzgar por sus discursos, Casado carece de pensamiento político. A juzgar por sus creencias, parece sobrarle pensamiento mágico. A menos que se esté aferrando a una esperanza no del todo imposible. Todas las encuestas predicen que ganará el PSOE y con toda probabilidad ganará el PSOE, a menos que una mayoría de estúpidos afectivos, en calificación de Unamuno, divida su voto entre las derechas para hacer una gracieta y las tres derechas sumen jorobándonos a todos, incluyendo a los graciosos. Por cierto, las derechas que rigen el Ayuntamiento de Madrid, ¿sustituirán el Madrid Central por máscaras gratuitas para todos? No es probable porque eso sería una medida política de cierta complejidad con intervención del estado en la sanidad pública.

En cuanto a Pablo Iglesias, sus discursos postelectorales están causando casi tanto estupor como los de Albert Rivera. El hombre quiere ser vicepresidente del gobierno o por lo menos ministro, para lo cual necesita convencer a Sánchez de que es un político idóneo para tales cargos. Hasta ahora, su forma de convencerle ha sido proclamándo ante la prensa que fue él quien consiguió que Sánchez ganara la moción de censura; manifestando sin ambages su desconfianza en el presidente del gobierno; atribuyéndose todos los logros del gobierno en la legislatura que terminó; exigiendo a Sánchez que le incluya en el Consejo de Ministros para que pueda supervisar su gobierno y garantizar que no se desvíe a la derecha. O sea que Pablo Iglesias está haciendo ante la prensa todo lo posible para convencer a Pedro Sánchez de que dejarle, a él o a alguno de los suyos, entrar en un gobierno de coalición es tener follón cotidiano garantizado y tener garantizada la corta duración de la legislatura porque con miembros tan volátiles adentro, el gobierno saltaría por los aires en cuanto les llevaran la contraria a los de Unidas Podemos. ¿Entonces?

Para entender lo que muchos hoy metidos a políticos entienden por política, parece que hace falta, más que un análisis político, un análisis psicológico. Para enterarnos de lo que Aristóteles entendía por Política, arte inseparable de la ética que consiste en la gestión del bien común teniendo como fin el bienestar de los ciudadanos, tendremos que esperar a la investidura de Pedro Sánchez y a que su gobierno empiece a trabajar. ¿Pronto o después de nuevas elecciones? Eso depende de a qué llaman política los que se llaman políticos sin dar muestras hasta ahora de estar dispuestos a hacer cosa alguna sin considerarse y considerar a sus partidos el fin de todos sus actos. Por lo visto y oído, parece que ninguno de ellos quiere dejar gobernar hasta que una mayoría de votantes alucinados les dé el gobierno.

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