Las elecciones suelen proporcionar a la persona anónima una cierta diversión: mentiras seguidas de desmentidos, insultos más o menos gruesos, promesas inmoderadas, disparates sin más. Pero es una diversión fugaz que apenas provoca una leve sonrisa. Después de ver algunos mítines en los telediarios, el espectador se da cuenta de que la mayoría de los líderes, como cuentistas de feria, repiten lo mismo en Villarriba que en Villabajo introduciendo en el discurso alguna característica propia del sitio para arrancar aplausos a la claque. Sus palabras acaban produciendo el efecto de un chiste contado tres veces. Para que medios y espectadores les hagan caso, tienen que soltar auténticas enormidades. Y por eso los más inmorales las sueltan sin vergüenza ni remordimiento.
La reciente campaña para las generales parece haber sido una excepción, no por la actuación de la mayoría de los candidatos, sino por la atención que la gente corriente les dispensó. En la mente de todos –ya fuera en el primer plano de la conciencia o en la parte de atrás donde no se piensa, pero se siente- pesaba el embrollo en el que se habían metido los andaluces al permitir que gobernaran la Junta dos partidos antisociales, es decir, antipersonas, y otro peor en la sombra. En la mente de todos pesaban las recientes noticias sobre los efectos inmediatos del desatino andaluz: bajada de impuestos a los más ricos; menos presupuesto para gasto social. Andalucía se había convertido en la materialización palpable de la doctrina del sálvese quien pueda y quien no, que se jorobe. Y cundió el miedo. La gente corriente aguzó el oído y puso atención porque a lo mejor era verdad que había que tomarse la política en serio si no quería uno que los políticos le amargasen la vida.
Envalentonado por el triunfo andaluz, Casado salió tan a saco que consiguió atraer la atención de los espectadores con barbaridades inauditas que salían de unos labios siempre sonrientes produciendo un contraste inquietante. Rivera, con los nervios de punta agitándole las manos y los músculos de la cara, salía al escenario cada día intentando superar los disparates de Casado con la obsesión de sorpasarle. Abascal demostró ser un excelente presentador para un programa de coplas que hubiera hecho las delicias del Generalísimo y de Doña Carmen, lástima que hubiera nacido tan tarde, pensarían sus fieles. Con guiones tan aliñados, el espectador corriente se aficionó a los telediarios. Lo que no calcularon ninguno de los tres escandalizadores es que la gente corriente no está tan loca como para confundir lo que sale en pantalla con la realidad y menos como para desear que en realidad se convierta. En la medianoche del día de las elecciones generales los tres se quedaron estupefactos. La mayoría de los ciudadanos había ejercido su poder para llevar al gobierno a los socialistas. ¿Y entonces, por qué habían triunfado los antisociales en Andalucía? En Andalucía pasó que muchísima gente corriente no fue a votar porque no les pareció necesario frenar a tres chiflados que nadie pensaba que podrían ganar. Así de simple. Ya pueden los politólogos y analistas varios devanarse los sesos tratando de explicar el desastre andaluz exprimiendo todas las posibilidades de la lógica. El triunfo, al triunvirato antisocial, se lo otorgaron los votos que no llegaron nunca a las urnas.
Cataluña fue otra excepción, pero en la campaña y en los resultados. A Cataluña fueron los antisociales a armarla, mientras más ruidosamente, mejor. Eligieron para sus conferencias y sus mítines los territorios más marcados por los independentistas, esperando que sus llamamientos a la unidad de España convocaran hordas de defensores de la simbólica república de Cataluña. Y los defensores de la tal república acudieron, prestos y contentos ante la oportunidad de armarla con el mayor ruido posible para conseguir el mayor espacio posible en los medios de todos los mundos mundiales. Los unos y los otros se ayudaron mutuamente cuanto pudieron para hacerse hueco en portadas de periódicos, en radio y televisión. Mientras tanto, los líderes independentistas repetían en todas partes discursos más o menos iguales prometiendo la independencia como fuera para ya, manifestándose dispuestos a convertirse en mártires del estado opresor.
¿Y los catalanes corrientes? Nada. Cada cual a lo suyo, como siempre, esperando convertirse en ciudadano por un día cuando le tocara votar. Y el día llegó, y el ciudadano ejerció su poder. ¿Cómo? La mayoría votó lo que la propaganda dice que la mayoría va a votar. ¿Y después? Lo mismo de siempre. Ganaron los independentistas como la propaganda decía que iban a ganar. ¿Con la esperanza de conseguir la independencia? No. Quedan poquísimos catalanes corrientes que sigan creyendo en un milagro aún más fantasmagórico que todos los milagros juntos de los Evangelios y las hagiografías. Todo catalán adulto con la mente sana y mínimamente informado sabe que no hay político español en su sano juicio dispuesto a aprobar que se modifique la Constitución para cortar uno de los cachos más importantes de España. ¿Ni los políticos independentistas? Habría que verlo. ¿Qué harían los políticos independentistas si, conseguida la independencia, se acabaran cargos, sueldos, privilegios y la emoción del victimismo y el pataleo? En una Cataluña independiente desaparecerían los políticos independentistas, por supuesto. ¿Qué harían entonces esos políticos? No les quedaría más remedio que predicar la ideología que más les conviniera, acostumbrarse a vivir sin cámaras ni alcachofas registrando sus peregrinaciones y ponerse a trabajar. Incapaces de soportar el vértigo de gobernar el país, es posible que muchos decidieran prejubilarse y disfrutar de las pingües pensiones que cobrarían, tal vez viajando por ahí para llevar la esperanza a otros pueblos oprimidos, para no perder, al menos, su celebridad en Instagram. ¿Y los catalanes corrientes? Nada. Lo mismo que los corrientes de todos los países democráticos: convertirse en ciudadanos por un día, quitarse su poder de encima echándolo en una urna para volver ipso facto a sus cosas y aguantar lo que por ellos decidan los políticos electos.
Todas las democracias padecen imperfecciones que se pueden ir corrigiendo con la legislación, pero todas tienen en su médula una tara que no parece tener corrección ni cura posible. La gran lacra de todas las democracias son los ciudadanos por un día, ese hombre o esa mujer que vive desentendiéndose por completo de la política, y que un día de cada cuatro años se levanta investido con el poder absoluto de decidir quién le va a gobernar, a él y a todos sus compatriotas; ese hombre o esa mujer que durante cuatro años abdica de su poder de ciudadano para no tener que cumplir con su responsabilidad de ciudadano; ese hombre o esa mujer que se pasa cuatro años criticando y quejándose de aquello que los gobernantes hacen mal porque les perjudica, pero que no se implican en los movimientos de la sociedad civil para exigir soluciones políticas y que, para colmo, luego vuelven a votar a los mismos para no tomarse la molestia de indagar si existe una alternativa mejor.
¿Cuántos de esos ciudadanos por un solo día irán a votar por los diputados de sus comunidades, por sus alcaldes, por los parlamentarios que representarán a nuestro país en Europa? ¿Cuántos volverán a votar por políticos sospechosos de corrupción, por mentirosos descubiertos, por antifeministas, por antipersonas solo porque siempre han votado al mismo partido o porque un candidato les ha hecho más gracia que los demás por atreverse a soltar más disparates?
El ciudadano por un día es el egoísta por antonomasia, cuando no forofo de un partido que confunde la política con el fútbol. Pues bien, en su pecado lleva la penitencia. Porque después de votar a tontas y a locas sin informarse bien de lo que ofrecen los programas de cada partido, empezará enseguida a sufrir las consecuencias si su voto ha ido a un partido antisocial, sumándose a los votos de otros ciudadanos por un día igualmente egoístas e irreflexivos. Pero lo más grave, lo gravísimo para todos los ciudadanos de un país, tanto para aquellos que pasan de la política como para los que cumplen con su responsabilidad controlando a los gobernantes y exigiendo el cumplimiento de sus programas; lo grave, lo gravísimo y lo injusto es que la irresponsabilidad y pereza de los unos la tenemos que pagar absolutamente todos.
Millones de ciudadanos por un día ya están pagando las consecuencias de haber entregado el gobierno de Andalucía a partidos antisociales, antipersonas. Los que votaron con responsabilidad por los partidos que abogan por la justicia social, la igualdad y la solidaridad están pagando las consecuencias también.
¿Cuántos millones votarán el 26 por los partidos que predican las bondades del liberalismo salvaje o por el partido que apenas disimula sus principios fascistas? ¿Cuántos votarán sin pensar que su irresponsabilidad afectará a todos los españoles? ¿Cuántos votarán sin darse cuenta de que las peores consecuencias de la irresponsabilidad de los ciudadanos que solo ejercen de ciudadanos por un día las paga la democracia?