Anoche, mientras me tomaba mi pastillita para el corazón, me quedé mirando el ansiolítico que tengo en el siguiente compartimiento de mi cajón de pastillas. Lo tomo solo cuando los nervios me agitan, cosa que no suele ocurrir. Mi cerebro, muy eficiente tras años de entrenamiento, me dijo que mejor que sí, así que me lo tomé. Me relajó y hoy me he despertado relajada...
Bendito cajón de pastillas. Cuando mi cuerpo se quiso rendir hace tres años, una doctora genial retrasó la hora metiéndole todo lo que la ciencia podía ofrecerle para que siguiera tirando. El día en que quise saber cuánto costaba la receta de dos páginas que tengo que ir a buscar a la farmacia una vez al mes y que tendré que seguir consumiendo hasta el final porque todo lo que tengo es crónico, se me puso la cara de tonta. Qué suerte, me dije, qué suerte haber nacido en un país donde la reparación periódica de las averías de mi cuerpo me sale completamente gratis. De no ser así, hace tres años que mis cenizas estarían alimentando los pensamientos del parterre del jardín donde están enterradas las cenizas de mi abuela paterna y de mi padre. Hace tres años, porque yo no hubiera podido pagar la ambulancia ni el mes de hospitales ni las pruebas ni los tratamientos. Qué suerte que hace más de treinta años millones de personas votaran por un partido que prometió sanidad pública universal y cumplió. Cuando anoche me puse de los nervios, la amiga que llevo dentro de mi y que me conoce mejor que nadie me dijo que no soy una vieja histérica, que era perfectamente natural que me diera un telele ante la amenaza de que llegaran al gobierno unos individuos dispuestos a ponerle precio hasta a la vida de las personas levantando el pulgar para quienes puedan pagarse un seguro médico o un tratamiento carísimo y condenando a muerte a quien no se lo pueda pagar.
Hace tres años, volví del hospital renqueando. Mi hijo, que no se había separado de mí ni un momento, tenía que reincorporarse a su trabajo si no queríamos que, en vez de una en la ruina, hubiera dos. Me negué rotundamente a trasladarme a Barcelona. El día que mi cuerpo desconecte, me encontrarán aquí, en mi montaña, entre las piedras de mi casa, acompañada por mi misma, mis dos perros y mi gato. Pero no me quedé a merced de mis escasas facultades físicas. Una asistenta social se encargó de las gestiones necesarias para que me asignaran la ayuda de una persona. Una persona viene a mi casa una hora cada día para que el suelo no acumule más tierra que el jardín. No necesito más, no estoy impedida. Tal como se quedaron mis finanzas, yo no podría pagar a esa persona que me asiste para que mi casa no se convierta en un chiquero. Qué suerte, me digo, qué suerte vivir en un país donde otro gobierno del mismo partido aprobó una ley de dependencia que, aunque la crisis frenó por falta de presupuesto dejando a mucha gente en la estacada, ha podido ayudar a muchos más. Qué suerte que el gobierno que hemos tenido durante los últimos nueve meses dejó preparados unos presupuestos que agilizan y aumentan la ayuda a los dependientes. Esos presupuestos no se pudieron aprobar por el fanatismo de unos y las ambiciones personales de otros, pero si ese partido vuelve a ganar las elecciones, esos presupuestos se aprobarán. ¿Y si no gana, y si no puede gobernar?, me dije anoche exponiéndome a la taquicardia. ¿Y si ganan esos liberalísimos que van a ofrecer de todo para quien se lo pueda pagar y los que no, que se joroben? Mi amiga, la de adentro, me dijo que me tomara el ansiolítico, que me fuera a la cama y que me pusiera en la radio un programa de comentarios de fútbol.
No me enteré mucho de los comentarios. La memoria se puso a contarme cosas impidiendo que pudiera distraerme. Me recordó los esfuerzos que tuve que hacer para ganar el dinero necesario cuando decidí hacerme cargo sola de todas las necesidades de mi casa y de mi hijo. Qué suerte tuve entonces de que mi hijo pudiera estudiar hasta acabar el bachillerato gracias a la educación pública gratuita. Qué suerte tuve de que también fuera gratuito el comedor escolar.
Al llegar al comedor, tuve que sentarme en la cama y encender la luz. Se me dispararon las suprarrenales. Un golpe de adrenalina me inundó el cerebro. El corazón se me aceleró. Hace dos días, mientras bajaba al pueblo en el coche, comentaron una noticia en la radio. En un pueblo de Italia, por orden del alcalde, a los hijos de emigrantes que no pueden pagar el comedor, se les da una lata de atún y una galleta que se tienen que comer en el patio para que a los otros niños, los que pagan 5€ al día y comen pollo y espaguetis, no les afecte ver lo que comen los miserables. ¡Miserables!, me gritó el alma. Miserable el político infrahumano y por lo tanto inmoral que convence a los votantes tan miserables como él, y además imbéciles, de que tienen que blindar su país para impedir la entrada a los seres humanos que llegan huyendo de la miseria y de la guerra. ¿Se merece la vida el que no valora la vida de los demás, sean quienes sean y vengan de donde vengan? Se merecen quedarse en la ruina probando en sus propias carnes el desprecio total del gobierno que votaron. ¿Y si individuos de la misma calaña llegan a gobernar aquí? “Calla”, me dijo la de adentro. “¿Qué sacas con exponer tu salud?”
Mi amiga de adentro tomó las riendas de la memoria. Me recordó que en los peores momentos de toda mi vida, lo había superado todo aferrándome a la esperanza. La esperanza me ha remolcado hasta aquí. “No la sueltes”, me repitió mi amiga. “No la sueltes hasta el domingo. No es posible que en España haya tantos miserables imbéciles como para hundir sus vidas y las vidas de su prójimo por una bandera, por unas canciones, por unos discursos para mover a idiotas”. Le hice caso, respiré profundamente recordando cómo la esperanza no me había defraudado nunca y me dormí.